Una represa ha decidido la suerte de los afectados por la explotación de la caña de azúcar en el norte del Cauca. Esta es la historia del Consejo Comunitario de Mindalá, donde los intereses privados amenazan el beneficio colectivo bajo la sombra de la violencia.
- Dentro de esta historia, las élites vallecaucanas fueron conscientes de que la vida del río Cauca era también un enemigo de sus intereses.
- A los ojos de los empresarios de la caña el río era un exceso que invadía los monocultivos. Para las comunidades negras, en cambio, el río era su espacio vital.
- En un letrero se alcanza a leer: VEREDA MINDALÁ. EXIGIMOS A LA CVC NUESTRAS PROPIEDADES.
Cuando estoy en la represa Salvajina por momentos olvido la violencia que la envuelve. A veces me quedo en silencio y veo el paisaje. Como ocurre con el oro, la represa tiene un brillo espectral que hace de ella un espacio horriblemente bello. Me maravillan sus aguas verdosas y la forma en que el quiebre de las montañas nace de ellas para luego juntarse con el cielo azul. En ocasiones mi mirada coincide con el paso de alguna embarcación y entonces la sigo hasta que se pierde en el horizonte. «¡Qué cosa tan linda!», pienso. Es como si tuviera el poder de hacerme olvidar que el embalse es un artificio humano que lleva la marca de la violencia.
La cosa cambia cuando me acerco. Cuando bajo al puerto. Cuando navego sus aguas. Cuando camino las montañas en mi trabajo como abogado del Consejo Comunitario de Mindalá, una de las comunidades forzadas a convivir con la represa. Cuando escucho. Al cambiar el punto de vista se restablece en mí lo que la gente negra ha sabido siempre. La planeación y construcción de esta megaobra en el norte del Cauca hace parte de la historia del Hombre Blanco que, para producir las mercancías con las que se enriquece, tuvo que transformar el territorio y violentar las condiciones materiales que habían hecho posible la libertad negra luego de la terminación gradual de la esclavitud en la primera mitad del siglo XIX. La historia de la represa es la historia de la guerra contra esa libertad y de la lucha por defenderla.
Con la manumisión de las personas esclavizadas en 1851, no hace mucho como para haberlo olvidado, el sistema económico que tenía a la hacienda como principal unidad productiva entra en crisis y, con ella, las familias que obtenían de esta su poder. Como señala Michael Taussig, la región se vio inmersa en un camino de transición entre dos formaciones socioeconómicas en conflicto: la forma de producción de pequeños propietarios rurales, basada en la subsistencia, y una agricultura capitalista a gran escala. Este proceso culminó con la imposición del capitalismo a partir de la plantación de azúcar destinada al comercio internacional y con el lugar indiscutible de Cali —y ya no Popayán— como centro económico y político de la región.
Las condiciones históricas que hicieron posible el proceso de modernización del Valle del Cauca coinciden con la vieja estrategia del poder colonial de ordenar el territorio y controlar a su población. El río Cauca y sus habitantes eran dos factores que debían reordenarse en función de la producción agroindustrial de caña de azúcar. Por un lado, era necesario expandir el poder de las élites azucareras sobre las tierras de mejor calidad, lo que podía lograrse por medio de la reducción de la pequeña propiedad campesina y el control de las aguas del río. Por otro, era indispensable extraer la fuerza de trabajo de la gente negra que había construido una nueva vida en libertad gracias al sistema ecológico de la finca tradicional. El acceso a la tierra como medio de vida hizo posible que las personas antes esclavizadas construyeran las condiciones materiales de la libertad republicana. Tener tierra donde reproducir socialmente la vida les permitía no depender de ninguna fuerza externa para vivir. Por esto, el desarrollo agroindustrial requería neutralizar las potencias desatadas de la libertad negra. Era necesario hacer que la gente negra fuera una fuerza de trabajo disponible y dócil. Con este objetivo se implementaron medidas para ordenar el territorio de tal forma que las tierras y las vidas campesinas sucumbieran ante la industrialización y la proletarización de la región alrededor de la caña. Producto de este proceso, los terratenientes se convierten en empresarios agroindustriales y una parte de los campesinos libres en una masa desposeída de trabajadores asalariados a disposición de los primeros.
Dentro de esta historia, las élites vallecaucanas fueron conscientes de que la vida del río Cauca era también un enemigo de sus intereses. Así como la dificultad por conseguir mano de obra disponible y la renuencia de los negros a trabajar para sus antiguos amos era un problema económico de primer nivel, las inundaciones de 1938 y de 1950 también fueron motivo de gran preocupación. El correr vivo y sin límites de las aguas, sobre todo en temporadas de lluvia, implicaba una reducción de los terrenos disponibles para la producción. Por eso, como diferentes estudios de desarrollo del momento concluyeron, era indispensable implementar una estrategia para «defenderse» del «exceso de agua» y poder así «recuperar» la tierra.
A los ojos de los empresarios de la caña el río era un exceso que invadía los monocultivos. Para las comunidades negras, en cambio, el río era su espacio vital. La tierra, el río y la gente fueron puestos al servicio de la producción de una mercancía altamente codiciada: el azúcar.
En 1953, durante la vorágine de este proceso, se crea la Comisión de Planeación Departamental con el objetivo de construir un plan de desarrollo regional que tenía en su centro la regulación de la cuenca alta del río Cauca. En 1954, el Gobierno de Rojas Pinilla crea la Corporación Autónoma Regional del Cauca (CVC), siguiendo el modelo de la Tennessee Valley Authority (TVA) de Estados Unidos, creada bajo el New Deal —el programa con el que el Gobierno de Franklin Delano Roosevelt enfrentó en la década de los años treinta la Gran Depresión que amenazó la economía de Estados Unidos—, y las recomendaciones hechas por la misión en Colombia de su primer director, David Lilienthal. Una vez creada, la CVC solicita apoyo al Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) —antecesor del Banco Mundial— para la estructuración técnica y financiera del proyecto de la Salvajina. Finalmente, el proyecto se aprueba en 1978 y en 1979 comienza su construcción hasta 1985, cuando se cierran las compuertas y se inundan las tierras de los campesinos libres del norte del Cauca.
El poder político y el dominio económico están imbricados en la historia de la Salvajina. Harold Eder fue ministro de Fomento entre 1957 y 1958, durante el gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla. Su hijo, Henry Eder, fue director de la CVC de 1967 a 1977 y, posteriormente, alcalde de Cali entre 1986 y 1988. Su nieto, Alejandro Eder, es el actual alcalde de Cali. Ellos forman parte de la familia dueña del ingenio Manuelita, beneficiado por la represa.
La Salvajina fue un proyecto impulsado por el Estado en nombre del interés general. Se anunció como una promesa de progreso y bienestar para toda la región. Sin embargo, las personas que la vieron crecer ante sus ojos entienden que los principales beneficiados son los intereses privados de la agroindustria. Hoy en día, después de diferentes transacciones de privatización, la represa es propiedad de Celsia, empresa del grupo Argos.
El efecto catastrófico de la Salvajina fue inmediato. La agroindustria de caña floreció como nunca antes y la vida del territorio fue radicalmente transformada. Como cuentan sus habitantes, el encharcamiento los forzó a asentarse en la parte alta de las montañas, como si huyeran del río donde encontraron la libertad. Las casas y los cultivos quedaron bajo el agua. La gente perdió sus tierras y las minas de oro que sustentaron artesanalmente su vida desde tiempos coloniales. La subida del agua arrasó con los puentes, incomunicó a las personas y obstruyó las rutas principales para comercializar sus productos y acceder a los servicios de salud.
Trastocados sus medios de producción, las comunidades negras se incorporaron dentro de la producción de azúcar como jornaleros de los cultivos de caña y, en el norte del Cauca, en la elaboración de otra sustancia que ya había comenzado a florecer en los años setenta: la cocaína, esa mercancía blanca altamente apetecida por el mercado internacional e incentivada por la guerra contra las drogas. Transformar en las montañas la hoja de coca en cocaína prometía recuperar el bienestar que se había perdido con la subida inclemente del agua.
Desde esta perspectiva, la Salvajina es un momento fundamental dentro de la historia del desarrollo del capitalismo en el valle del Cauca: nace como una intervención planificada para gobernar la vida de un río y su gente negra en función de la acumulación. El río Cauca, un territorio para la vida, fue transformado en un espacio de racismo industrial.
Hoy en día, el paisaje del valle del río Cauca tiene como protagonistas a tres mercancías cuya producción se relaciona con la historia global y local del capitalismo: el azúcar (en el valle, aguas abajo de la represa); la electricidad (en medio), y la cocaína (en las montañas, aguas arriba de la represa). Tres sustancias blancas que mueven la rueda frenética del capitalismo.
Este es el drama de un modo de producción que, para ser posible, se impone con violencia sobre todo lo demás. Quienes eran materialmente libres quedaron constreñidos a vender su fuerza de trabajo para vivir. En este proceso se privatizaron los territorios y los bienes comunes como el río— para la producción de mercancías y la acumulación de capital.
Israel Sánchez, líder histórico de Mindalá, uno de los territorios afectados por la Salvajina, me cuenta que desde los tiempos de la esclavitud a los tiempos de la libertad las comunidades del norte del Cauca han persistido en la defensa de su vida territorial.
En 1986 se organizaron para protestar contra la represa, reclamar sus tierras y exigir la protección del Estado a favor de intereses particulares. Reunidos en juntas de acción comunal y organizaciones como la Asociación Pro Damnificados de la Salvajina (Asoprodasa), realizaron una gran marcha hasta la ciudad de Popayán. El resultado de la marcha fue un acuerdo con el Gobierno nacional, la Gobernación del Cauca y la CVC conocido como el «Acta del 86», cuando se acordaron una serie de compromisos sobre los derechos afectados.
Muchos años después, con el reclamo de que el Acta del 86 no se había cumplido y de que la construcción de la represa nunca garantizó el derecho a la consulta previa de las comunidades negras e indígenas, dos cabildos del territorio presentaron una tutela que derivó, en 2014, en una sentencia favorable de la Corte Constitucional. La decisión judicial determinó que el Estado y la empresa violaron los derechos de las comunidades y, por tanto, estaban obligadas a cumplir con los compromisos del acta todavía pendientes. También estableció que la empresa privada debía realizar una consulta previa al plan de manejo ambiental por el funcionamiento de la represa (no por su construcción, ya que este derecho está vigente en Colombia desde 1991 y por ende no existía en el nacimiento de la represa). La lucha por el cumplimiento integral del acta y de la sentencia todavía continúan.
Entre la construcción de la represa en 1985 y la actualidad antes y después de la Constitución de 1991, han cambiado el escenario y las herramientas de las comunidades negras para tramitar su conflicto con la represa. Ya no se trata del terreno común de la lucha proletaria o de los trabajadores del campo, sin diferenciar sus identidades, sino de los mecanismos del discurso multicultural que a cada movimiento social le designa una identidad étnica delimitada, cultural y territorialmente, a partir de representaciones sobre qué es lo negro y qué es lo indígena.
En una ocasión, después de una reunión sobre la estrategia jurídica del Consejo Comunitario de Mindalá frente a la represa, Israel Sánchez me invitó a su casa en Suárez (Cauca). Me quería mostrar de primera mano la historia que, por momentos, la horrible belleza de la represa me hacía olvidar. Quería insistir en que debíamos afilar colectivamente los dientes de la estrategia legal. Después de escarbar con paciencia entre sobres y papeles viejos, levantó las manos sonriente. ¡Las fotos del 86! «¡Aquí están!», me dijo, antes de aclarar que él no aparecía en ellas porque se había encargado de tomarlas.
En una de las imágenes, Israel capturó parte de los marchantes que caminaban por la carretera panamericana rumbo a Popayán. La marcha parecía pausada y tranquila. Aunque los vea en silencio, siento que el rumor de sus pasos sigue vivo. Entiendo que, de alguna forma, esto era lo que Israel me quería mostrar con sus fotografías: la vigencia de la lucha por la defensa de la vida común contra la represa. Los marchantes cargan maletas, se apoyan en bastones y extienden pancartas con mensajes de protesta. En un letrero se alcanza a leer: VEREDA MINDALÁ. EXIGIMOS A LA CVC NUESTRAS PROPIEDADES.
Casi cuarenta años después de que se construyera la represa, el problema central sigue siendo el mismo: la defensa de la tierra como fuente de libertad. Frente al gobierno del río Cauca en función de la producción de mercancías para la acumulación del capital, recuperar la tierra se mantiene como la única garantía de libertad.
Una larga historia de caos ambiental y violencia ha convertido al canal del Dique en una encrucijada para los habitantes que viven en la zona y para los proyectos de desarrollo de la región.
Canal del dique: moldear la tierra, dominar el agua
- La construcción del canal del Dique tardó seis meses. Entre marzo y agosto de 1650, el trabajo forzado de miles de indígenas, negros libres, esclavizados, peones de haciendas, prisioneros y piratas logró la vertiginosa desviación.
- Con el tiempo, la memoria de la tragedia se desvaneció del panorama nacional, pero dejó una huella que continúa viva y que, al parecer, generará un gran impacto.
- En 2020, el exjefe paramilitar Uber Banquez, alias «Juancho Dique», reconoció ante la Comisión de la Verdad su participación directa en múltiples masacres.
Eloísa Berman Arévalo / Alejandro Camargo Alvarado
El canal del Dique atraviesa ciento quince kilómetros de tierras inundables en los departamentos de Atlántico, Sucre y Bolívar, y conecta el río Magdalena con la bahía de Cartagena. Históricamente es un espacio atravesado por relaciones complejas entre la gente y el agua, el Estado y el capi-tal, la violencia, el racismo y los modos de vivir y resistir de las poblaciones rurales y la diáspora africana.
Por esas aguas viajan pescadores y pescadoras, sedimentos, peces, desechos, barcazas con hidrocarburos, plantas, escombros, dragas y cuerpos de víctimas de la violencia. Las cosas, los seres y la gente que transitan por allí llevan sus propias historias, sus rutas y sus destinos, que no siempre coinciden con lo que diversos actores del Estado y la industria han imaginado para el Dique. En el canal se imagina el futuro según las ilusiones del desarrollo, el progreso y la adaptación al cambio climático.
Progreso
La construcción del canal del Dique tardó seis meses. Entre marzo y agosto de 1650, el trabajo forzado de miles de indígenas, negros libres, esclavizados, peones de haciendas, prisioneros y piratas logró la vertiginosa desviación del 10 % del caudal de las aguas del río Magdalena hacia el occidente. Se conectó el río con la red de ciénagas y caños que llegan hasta la bahía de Cartagena, los mismos que durante esa época servían de rutas de escape para hombres y mujeres que huían de la esclavitud. La importancia estratégica de la construcción del Dique era evidente para las autoridades españolas: se trataba de superar la difícil comunicación entre el norte y el interior del virreinato y, de esta manera, consolidar un eje de expansión colonial norte-sur y garantizar la integración de la capital con el litoral, el mar Caribe y el mundo atlántico. El beneficio para las élites regionales, en cambio, fue objeto de disputa dada la notable caída de los precios de mercancías comercializadas en Cartagena.
La historia del Dique durante el periodo colonial fue de enormes pero inconstantes esfuerzos por combatir la fuerza de la naturaleza. Las malezas, los sedimentos y la caída dramática del caudal del Magdalena en tiempos secos hicieron que largos tramos del canal fueran ineficaces y detuvieran el comercio con el interior. Hubo fracturas intencionadas como los bloqueos con hierbas y árboles, organizados por dueños de mulas, arrieros y mercaderes interesados en mantener precios altos en Cartagena. A pesar de la implementación de ingeniosas soluciones tecnológicas como inclusas y malecones por parte de ingenieros de la Real Armada durante el siglo XVIII, e incluso con el apoyo de la élite mercantil cartagenera hacia finales de ese siglo, el sueño de la conexión comercial entró en un horizonte de dilaciones y proyectos inconclusos.
Los siglos XIX y XX trajeron promesas de modernidad e integración comercial con el Caribe y el mundo atlántico. Sobre el Dique se plasmaron las destrezas, los diseños y las infraestructuras de la ingeniería hidráulica norteamericana, la inversión estatal y los esquemas administrativos de concesiones privadas, que se encontraron con burocracias, sedimentos e incumplimientos empresariales. En la primera mitad del siglo XIX, el inminente declive del puerto de Cartagena frente al emergente puerto de Sabanilla, en el departamento del Atlántico, hizo que las autoridades cartageneras se esforzaran por encontrar soluciones para garantizar la navegabilidad del Dique y así traer progreso a la región. En la década de 1840, ingenieros norteamericanos diseñaron una nueva canalización con compuertas y una nueva boca sobre el río Magdalena, la cual se hizo a través de contratos con empresarios privados que intentaron —fallidamente— detener las hierbas y arenas arrastradas por el río. En 1867 se otorgó una concesión con derechos de exclusividad en la navegación a la Compañía de Vapores del Dique de Cartagena, la cual se encargaría de su canalización y limpieza. Frente a los constantes incumplimientos, la concesión fue revocada.
La inauguración del canal de Panamá en 1914 renovó el deseo de sumarse al horizonte de progreso caribeño y la fe en la ingeniería hidráulica norteamericana. Se contrató al Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos para desarrollar los estudios que dieron pie al contrato en 1923 entre el Gobierno colombiano y la firma norteamericana The Foundation Company. La empresa garantizaría la navegabilidad a lo largo del año y el paso de vapores de mayor tonelaje, pero ambos objetivos fueron logrados a medias. Durante las décadas restantes del siglo XX, el territorio acuoso del Dique fue objeto de innumerables intervenciones para dominar el agua y moldear la tierra: obras de rectificación, ampliación, profundización, corte de variantes, cierre de cauces antiguos, construcción de caños, relleno de zonas inundables, etc. Estas intervenciones ocasionaron, entre otras, la llegada de aguas dulces a la bahía de Cartagena en 1934 y los problemas de sedimentación en los estuarios. Las reducciones de curvas del canal y el consecuente aumento de la fuerza de su caudal fueron nefastas para los territorios adyacentes. La interrupción de los sistemas naturales de amorti-guación de las crecientes y el traslado —cada vez con más fuerza— de los sedimentos hacia las ciénagas, que garantizan los modos de vida locales y la disponibilidad de agua para los habitantes de la ciudad de Cartagena, han contribuido a la desconexión de los ciclos de la vida ecológica, social y eco-nómica de la zona. El resultado de este proceso ha dejado en una situación vulnerable a quienes habitan el Dique y ha hecho que su infraestructura sea inestable, además de catastrófica.
Boquetes
Se habla poco sobre noviembre de 2010, cuando se rompió el canal del Dique. Aquel año, el fenómeno de La Niña enfrentó otros procesos climáticos y esto incidió en el aumento de las precipitaciones en el país: entre más llovía, más aumentaba el nivel del río Magdalena y del canal. Para los habitantes al sur del departamento del Atlántico esto fue aterrador, pues presintieron que el Dique podía colapsar. No era la primera vez que esto sucedía. En 1984 se había abierto otro «boquete» en la misma zona, en un momento en el que desaparecía uno de los experimentos de reforma agraria y modernización agrícola más importantes de la época. Y, durante la década de 1970, otros boquetes obstaculizaron el desarrollo de la agricultura comercial, tal como el Gobierno de la época, con el apoyo del Banco Mundial, lo planeó.
En la historia de la zona, los boquetes han sido hitos que dividen periodos de visibilidad e invisibilidad de la región. Antes de 2010, el sur del Atlántico aparecía poco en el panorama nacional. De hecho, esta zona es una de las más pobres del departamento, donde además hay poca inversión a gran escala si se la compara con otras zonas aledañas. Sin embargo, a causa del boquete, en 2010 esta región se convirtió en uno de los laboratorios para la implementación de políticas de adaptación al cambio climático a nivel nacional. La ruptura del Dique generó una situación catastrófica para cientos de familias de la región, cuyas formas de vida estaban conectadas con el trabajo de la tierra y la cría de animales como las vacas lecheras. La inundación destruyó esa conexión agraria al despojar temporalmente a la gente de su tierra y al forzarla a deshacerse de los animales que lograron salvarse y que vendieron a precios irrisorios. Casi un año después, cuando el agua ya se había retirado de la tierra, cientos de personas volvieron a sus parcelas a reconstruir lo perdido, pero en esta ocasión la reconstrucción fue un proyecto de interés nacional.
La adaptación al cambio climático se tradujo en la canalización de recursos para reconstruir la economía agraria y las infraestructuras del bienestar como colegios y hospitales. El canal del Dique se convirtió en una zona estratégica para la adaptación, una idea que en ese entonces ya era popular en el mundo, pero que en las instituciones del Estado colombiano aún estaba en proceso. Para muchas personas del sur del Atlántico, el discurso del cambio climático no necesariamente les permitió entender lo que había sucedido, pues el origen de la tragedia fue la ruptura del canal del Dique, algo que no era extraño para ellos. Así que reflexionar sobre la inundación era la consecuencia de algo abstracto llamado cambio climático que requería primero esclarecer por qué el canal del Dique no estaba en buen estado. La respuesta a esa pregunta no obedecía necesariamente a un fenómeno global, sino a las acciones y omisiones a nivel local. Muchas personas sabían que el Dique iba a colapsar, pero quienes tomaban decisiones en ese momento no hicieron algo al respecto, según los testimonios en la zona.
Con el tiempo, la memoria de la tragedia se desvaneció del panorama nacional, pero dejó una huella que continúa viva y que, al parecer, generará un gran impacto, el megaproyecto del canal del Dique. Más de un siglo de intervenciones infraestructurales desembocaron en un año crucial, 2010, tanto por la magnitud del impacto de la ruptura como por el megaproyecto que surgió de este evento. Se trata en primera instancia de un sistema de esclusas que regularán el paso de agua y sedimento desde el río Magdalena hasta la bahía de Cartagena. Inicialmente, el proyecto, diseñado por el consorcio de una empresa colombiana de ingeniería y una de Países Bajos, fue una apuesta por la recuperación de los ecosistemas naturales de la zona, incluidas las ciénagas que habían desaparecido. Este enfoque era muy llamativo en un contexto de degradación ambiental y catástrofe, pero con el tiempo diversos sectores sociales en el Dique iniciaron un proceso de denuncia pública sobre los posibles efectos negativos que la obra tendría en las economías domésticas y en los paisajes productivos de cientos de familias rurales. Se teme que la filtración de agua salina desde la bahía de Cartagena afecte las formas de vida de campesinos y campesinas que trabajan la tierra, quienes han tenido que enfrentar los efectos de una sociedad desigual, que concentra la riqueza y sus beneficios en pocas manos, y de la violencia que se llevó a familiares y amigos, cuyos cuerpos, en muchas ocasiones, desaparecieron en las aguas turbias del canal del Dique.
La violencia en el canal del Dique no solo se materializó en crímenes puntuales sino en un profundo y prolongado silencio institucional que borró a este territorio, a su gente y a sus muertos de la historia pública sobre el conflicto armado en Colombia. Los análisis de la Comisión de la Verdad y de la Ruta Cimarrona dan cuenta
de la naturaleza racial de esta violencia que ha caracterizado el conflicto armado y evidencia el trato desigual de las vidas negras y sus experiencias.
Cuerpos
En 2020, el exjefe paramilitar Uber Banquez, alias «Juancho Dique», reconoció ante la Comisión de la Verdad su participación directa en múltiples masacres. Muchos de estos cuerpos fueron arrojados a las aguas del canal. Confesó que, durante el dominio territorial del frente Canal del Dique, del bloque Montes de María de las AUC, la práctica de tirar cadáveres al agua fue sistemática y generalizada, como también lo fue el descuartizamiento de los cuerpos antes de ser arrojados a ella: sus restos no flotarían, pues caerían lentamente con el sedimento en el lecho del canal.
El Grupo de Análisis de la Información de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) estima que de 1991 a 2015 hubo entre 6.765 y 9.638 desa-pariciones forzadas en la zona del Dique y un total de 121 puntos donde se ocultaron cadáveres tanto en el cuerpo de agua como en fosas comunes de fincas ubicadas a lo largo de sus orillas. Según cifras de la Fiscalía, los crímenes de desaparición forzada y homicidios en la región, entre 1973 y 2023, ascienden a 23.479.
El control de la región del canal del Dique por parte de las AUC estaba directamente relacionado con las conexiones que ofrece el agua. El Dique fue una ruta de salida de drogas ilícitas hacia la bahía de Barbacoas en el Caribe y de ahí hacia el Darién y Centroamérica, y una ruta de entrada de armas que luego serían transportadas a los Montes de María y hacia el interior. Las rutas legales del petróleo se entrecruzaron con inter-cambios ilegales y consolidaron redes de contrabando de gasolina dominadas por los paramilitares. El conocimiento geográfico y de navegación de pobladores ancestrales fue utilizado para sostener las economías de la guerra. Paralelo a esto, la población local fue sometida a largos confinamientos debido al régimen estricto de control social por parte del frente, a las «caletas» que se construyeron y al transporte de muertos, drogas y armas por los que se inmovilizó a la gente para evitar testigos e interrupciones, una situación que obligó a miles de personas a desplazarse hacia Cartagena.
La Ruta del Cimarronaje, una red de más de doscientas organizaciones sociales de la región, ha liderado el proceso de acompañamiento, denuncia y visibilización de las causas y los derechos de las víctimas del canal, en colaboración con la Comisión de la Verdad, que realizó importantes esfuerzos por esclarecer y hacer públicas las atrocidades cometidas durante décadas contra sus pobladores. El informe de la Comisión sobre los impactos del conflicto armado en la región permitió innumerables encuentros y testimonios, así como también silencios de dolor e indignación. La violencia en el canal del Dique no solo se materializó en crímenes puntuales sino en un profundo y prolongado silencio institucional que borró a este territorio, a su gente y a sus muertos de la historia pública sobre el conflicto armado en Colombia. Los análisis de la Comisión y de la Ruta Cimarrona dan cuenta de la naturaleza racial de esta violencia sobre cuerpos y territorios, que ha sido característica del conflicto armado y evidencia el trato desigual de las vidas negras y sus experiencias.
Esto define las promesas de progreso que han acompañado el interés nacional en el Dique. Es por eso por lo que la Ruta del Cimarronaje solicita a la JEP medidas especiales para garantizar el respeto por las víctimas en el marco del actual proyecto de Restauración de Ecosistemas del Canal del Dique.
En una coyuntura de renovada visibilidad de la región y con la notoria concesión de 2.8 billones de pesos otorgada en noviembre de 2022 a la empresa española Sacyr, la JEP dictó medidas cautelares para garantizar la búsqueda, identificación y entrega digna de los restos de personas dadas por desaparecidas en esta zona. Además, ordenó a las gobernaciones diseñar e implementar una ruta de la memoria a lo largo del canal del Dique que reconozca el poblamiento histórico de la región y la memoria de su violencia. En mayo de 2024 fue aprobado el Protocolo Arqueológico Forense para el proyecto, así como los lineamientos nacionales para la protección de cuerpos de presuntas víctimas del conflicto armado en proyectos de infraestructura de transporte en el país y un plan de lucha contra la impunidad en el canal del Dique, un lugar en el que las ilusiones del desarrollo económico, en relación con la crisis ambiental a nivel global, se encuentran con otro tipo de sedimentos, curvas y vegetaciones: los cuerpos de miles de desaparecidos, las memorias de sus familiares y los aparatos de la justicia transicional.
Las infraestructuras del presente son en sí mismas procesos fragmentados con horizontes difusos que deben gestionar restos forenses y coexistir con las memorias materiales y simbólicas de la guerra.
Se supone que el Dique conecta, comunica, permite el flujo de bienes de importancia nacional, pero los esfuerzos para que esas conexiones funcionen de forma eficiente, sin el exceso de sedimentos, de otras formas de ver la vida o de cuerpos fuera de lugar, constituyen una historia de ten-siones, conflicto y violencia. En el Dique no solo hay conexiones; también hay desconexiones y fracturas. Se tejen con la transformación del paisaje y la manera de gobernar la naturaleza, la gente y el espacio por experiencias desiguales y diversas, muchas de ellas borradas de la memoria de la nación y la región.
A través del recorrido entre el nacimiento del río Bogotá y su desembocadura en el Magdalena se nos ofrece una reflexión sobre la manera en que destruimos las fuentes hídricas y la resiliencia de la naturaleza que, a pesar de nuestra indiferencia, logra recuperar la vida. Una oportunidad para devolver al agua su carácter divino.
- La magnitud de la contaminación que entra al Magdalena en Girardot presenta una oportunidad extraordinaria.
- Estas historias de renacimiento y salvación ahora son comunes debido a que gentes de todo el mundo han abrazado sus ríos como símbolos de patrimonio y orgullo.
Origen sagrado
Wade Davis
Luego de su nacimiento a más de tres mil metros de elevación en el páramo de Guacheneque, en el norte de Cundinamarca, en tierras sagradas de los muiscas, el río Bogotá desciende al altiplano como un pequeño arroyo de montaña, claro e inmaculado. Tras su paso por humedales, formaciones geológicas que lo filtran y purifican como una esponja natural y antaño acogían aún más aves silvestres que hoy, el río Bogotá se funde con varios afluentes que, a su vez, se originan en otros páramos; Guerrero, Sumapaz y Chingaza. No es fácil imaginar un comienzo más auspicioso para un río, una génesis igual de inocente y pura.
Desafortunadamente, muy pronto el río se topa y recorre una ciudad capital de más de ocho millones de habitantes, donde se produce cerca de un tercio de la economía nacional. Bajo ella, el Fucha, el Tunjuelo, el Soacha, el Salitre y muchos otros tributarios del río Bogotá, cada uno más tóxico que el anterior, discurren enterrados bajo pavimento y concreto. Tan pronto caen desde los cerros Orientales, que forman el telón de fondo de la ciudad, estos preciosos arroyos son envenenados a pocos kilómetros de su nacimiento. Los residuos de curtiembres y mataderos, desechos industriales, sedimento y barro proveniente de ladrilleras y fábricas de cemento, aguas negras tratadas parcialmente, plástico y basura… todo va a parar al río que, cuando consigue escapar de la ciudad para zambullirse desde las alturas del Salto del Tequendama, está biológicamente muerto, desprovisto de oxígeno y sin signos de vida macrobiótica. Tras una caída de tres mil metros en apenas cincuenta kilómetros, alcanza el Magdalena en Girardot ligeramente revitalizado, un signo de la extraordinaria resiliencia de la naturaleza. No obstante, es más una lechada de desechos que un río, bombeando directamente al caudal del Magdalena grandes concentraciones de cadmio, cromo, mercurio, zinc, arsénico y plomo, sin mencionar la cantidad de desperdicios humanos que no dan respiro a los millones de colombianos que viven aguas abajo
La magnitud de la contaminación que entra al Magdalena en Girardot presenta una oportunidad extraordinaria. Si pudiera encontrarse una manera de atajar el flujo de contaminantes que acarrea el río Bogotá, Colombia podría avanzar mucho en la meta de limpiar por completo el Magdalena, especialmente si otras ciudades y municipios de la cuenca imitaran el ejemplo de la capital. Aunque esto parece un sueño imposible, consideremos la historia de dos ríos, ambos en peores condiciones que el Magdalena, apenas una generación atrás: el Hudson, que desemboca en el Atlántico justo debajo de la ciudad de Nueva York; y el Támesis, que atraviesa Londres en su corto recorrido hasta el océano.
Hasta la década de 1960, el Hudson y, virtualmente, todos sus tributarios eran arterias industriales, teñidas con aguas negras y desperdicios y envenenadas con metales pesados, pesticidas y químicos. No era seguro nadar en él, mucho menos comer de sus peces o beber de su agua. Grandes corporaciones de enorme infraestructura industrial dominaban la política y la economía de la cuenca y, sin la menor reserva, usaban el río como vertedero. Durante cien años, la General Motors operó una planta de ensamblaje de automóviles que consumía un millón de galones de agua diarios, que luego devolvía al río sin tratarlos. Todo el desperdicio producido por esta fábrica era vaciado directamente en el Hudson. En aquella época solía decirse que uno podía identificar la pintura usada a diario en la línea de ensamblaje de los carros según el color que tuviera el río.
Pero, alrededor de 1970, todo cambió: un pequeño ejército de ciudadanos decidió defender el Hudson y, mediante una combinación de acciones legales y políticas, enfrentaron a las corporaciones hasta que consiguieron salirse con la suya. Los principales responsables de la contaminación fueron obligados a modificar sus prácticas y a pagar por el costo del drenaje y la rehabilitación del río. Para el asombro de ecologistas, pescadores, agricultores locales y los propios líderes de las corporaciones, el Hudson dio muestras de mejora en cuestión de meses, a una velocidad tal que incluso los peores responsables de su contaminación se unieron a la cruzada, felices de aliarse a sus previos antagonistas y ser testigos del renacimiento de un río que se convirtió en símbolo nacional. Hoy, los niños nadan y pescan en las orillas del Hudson; las familias se reúnen en playas que antes estuvieron teñidas de brea y desperdicios industriales; y criaturas silvestres han aparecido de nuevo en sus costas. En 2016, un turista divisó algo que nadie había visto en más de un siglo en Manhattan: una ballena jorobada retozaba en las aguas del río.
La historia del Támesis es igual de dramática. Durante siglos, los londinenses trataron el río como si fuera una letrina pública, vertiendo en sus bajos aguas negras y desperdicios industriales por igual. Para la década de 1950 el río sobre el que descansa el peso de la historia del Imperio británico era poco menos que una cloaca a cielo abierto, sin peces, incapaz de sostener cualquier forma de vida, carente incluso de la más mínima traza de oxígeno en sus aguas, kilómetros arriba o abajo del puente de Londres. En 1957, el Museo de Historia Natural de la ciudad declaró oficialmente que el Támesis estaba biológicamente muerto. En contraste, hoy alberga al menos ciento veinticinco especies diferentes de peces, las garzas y cormoranes se alinean en sus márgenes, a diario ocurren avistamientos de focas y delfines, e incluso se han visto ballenas remoloneando bajo los puentes de la ciudad.
Estas historias de renacimiento y salvación ahora son comunes debido a que gentes de todo el mundo han abrazado sus ríos como símbolos de patrimonio y orgullo. Si los británicos han podido recuperar el Támesis, los estadounidenses el Hudson y los franceses el Sena, con seguridad Colombia puede revitalizar el Magdalena, el río que dio nacimiento a la nación. Los costos no tienen por qué ser prohibitivos. El primer paso simplemente consiste en reducir las actividades contaminantes. Si eso ocurre, el río Magdalena se encargará del resto.
En todas partes los seres humanos menospreciamos el agua y ofendemos a ríos y lagos, olvidando que el agua dulce
está entre los más escasos y preciados bienes. Si pudiéramos almacenar en un bidón toda el agua de la tierra, la que es
apta para beber apenas equivaldría a una cucharada.
Mientras los ecosistemas de bosque altoandino y páramo con dificultad cumplen su función de capturar y entregar el agua, las amenazas latentes cada día cierran el cerco paso a paso, potrerización para ganadería, cultivos de papa, urbanización, minería legal e ilegal y bosques de pinos a nivel local. El cambio climático y el calentamiento global hacen lo suyo también. Páramo de Guerrero, Cundinamarca. / César David Martínez
Los muiscas creían en un solo creador, Chiminigagua, fuente de luz y origen del sol, de la luna y de todas las estrellas. El primer ser humano fue una mujer que emergió de un lago al norte de Tunja, llevando de la mano a un pequeño niño que creció para convertirse en su marido y el padre de sus cinco hijos, los ancestros primordiales de los muiscas.
Para esta cultura, la tierra en sí misma era percibida como sagrada, un vasto y expansivo templo en el que ciertos bosques y lagos estaban consagrados a la divinidad, al punto de que ningún árbol podía cortarse ni podía extraerse agua de esos parajes. Los arroyos y las cascadas eran considerados lugares originarios, sitios liminales, portales hacia lo divino. Durante las fechas auspiciosas los sacerdotes lideraban grandes procesiones a estos santuarios naturales, hacían ofrendas de oro y depositaban esmeraldas en los lagos sagrados de Guatavita, Guasca, Siecha, Teusacá y Ubaque.
Para los muiscas el agua encarnaba la pureza espiritual, tal y como la encarna hoy para los arhuacos, quienes consideran que todo permanece en balance. El aire se convierte en viento, el viento se condensa en las nubes, la lluvia cae desde las nubes y recorre la tierra a través de los ríos hacia el mar, desde donde asciende otra vez, llevada por el viento. El hielo se forma para que pueda enfriar el océano, que se hace demasiado caliente cuando escasea el agua dulce. Y si el océano se enfría demasiado no podrá brindar la energía que ilumina y vivifica el mundo. Cuando un río encuentra el mar, estas energías se funden igual que lo hace el hayo, la hoja sagrada de la coca, al mezclarse dentro del poporo hecho de totumo con la cal que viene de las conchas marinas.
Hubo un tiempo en que los mamos arhuacos peregrinaban desde la desembocadura del río Magdalena hasta su nacimiento. En un viaje de más de mil quinientos kilómetros remontando el río, realizaban ceremonias y hacían ofrendas en las que le cantaban al agua, pidiendo por su salud y bienestar en cada parada a lo largo del curso del río. Era su manera no solo de cuidar al Magdalena, sino de reconocer la dimensión que tenía para otras naciones indígenas que actuaban como senescales cósmicos. Los ríos, según los arhuacos, son un reflejo directo del estado espiritual de la gente, un indicador infalible del nivel de conciencia que posee una comunidad. Los ríos, dicho de manera simple, son el alma de la tierra que atraviesan.
Una vez los mamos alcanzaban el nacimiento del Magdalena, luego de muchas semanas y meses de viaje, ofrecían plegarias al río antes de establecer su campamento, entonando cantos en su honor. Desde la perspectiva de los mamos, para que Colombia pueda liberarse de sus violencias, para que pueda limpiar y liberar su alma, debe devolverle la vida y la pureza a un río que, a pesar de haber sufrido durante mucho tiempo, le ha dado tanto a la nación. En palabras de Jaison Villafañe —un artista que hace parte de la comunidad arhuaca de Guncé y de la familia Villafañe en la Sierra Nevada de Santa Marta—, «para limpiarnos a nosotros mismos debemos limpiar los ríos y, para limpiar los ríos, debemos limpiarnos a nosotros mismos».
En todas partes los seres humanos menospreciamos el agua y ofendemos a ríos y lagos, olvidando que el agua dulce está entre los más escasos y preciados bienes. Si pudiéramos almacenar en un bidón toda el agua de la tierra, la que es apta para beber apenas equivaldría a una cucharada.
Gastamos billones enviando misiones espaciales en busca de evidencia de agua en Marte, o de hielo en las lunas de Júpiter, pero despilfarramos la riqueza de las naciones en proyectos que comprometen las limitadas reservas de agua dulce en nuestro propio planeta azul. Para la fe cristiana el agua representa la pureza espiritual, y con agua bendita, derramada en forma de cruz sobre sus frentes —o sumergiéndolos por completo en ba-ñeras sacramentales— se bautiza a los niños, que emergen bendecidos por la promesa de la salvación. Y aun cuando bendecimos a nuestros niños con la preciada esencia obtenida de cuerpos de agua vivos, no concebimos algo diferente a profanar esos mismos ríos vertiendo en ellos desechos humanos en una escala y de una manera que solo puede ser descrita como vergonzosa.
Vivimos en un planeta de agua. Dos átomos de hidrógeno ligados a un átomo de oxígeno, multiplicados por el milagro de la física y la química se transforman en nubes, ríos y lluvia. Una gota de agua en la palma de la mano resbala, contenida por una pared de átomos de oxígeno en constante tensión superficial. Derramada sobre el suelo, cambia su forma para adaptarse a lo que sea que toque, si bien no se adhiere ni liga a nada excepto a sí misma. Las exclusivas propiedades físicas del agua les permiten a las lágrimas resbalar sobre la piel, al sudor perlar la nuca y a la sangre fluir en un torrente. Una exhalación se condensa en sutil neblina. El agua lluvia se desliza en forma de riachuelos a través de las grietas en la arcilla. Arroyos escurridizos. Ríos de hielo que flotan endurecidos.
El agua puede cambiar de estado convirtiéndose en gas, sólido o líquido, pero su esencia no puede ser creada o destruida. La cantidad de humedad en el planeta no ha cambiado a lo largo del tiempo. El agua que sació la sed de los dinosaurios es la misma que desemboca en el océano hoy, que ha nutrido toda la vida sintiente desde la creación. El sudor de nuestra frente, la orina de nuestra vejiga, la misma sangre de nuestro cuerpo, al final, permearán la tierra hasta convertirse en parte del ciclo hidrológico, en un proceso sin fin de evaporación, condensación y precipitación que hace posible nuestra existencia. El agua no tiene principio ni fin. Al resbalar desde una mano hasta el río retorna al punto de origen, conecta los eones de aquella distancia cronológica imposible, cuando los cuerpos celestiales, quizás cometas congelados, colisionaron y llevaron el elixir de la vida a un planeta desierto que giraba en el interminable vacío estelar.
Un cuerpo puede vivir sin alimento durante semanas. Sin agua, la supervivencia se mide en horas. En el Sahara, donde no existe, el delirio llega en una noche y por la mañana la boca se abre a la arena y al viento, mientras los ojos se sumergen en otra realidad y los pulmones emiten extraños cantos. Los contrabandistas de Mauritania dicen que lo mejor del líquido de frenos es que les permite mantenerse alejados del ácido de batería. Como escribió el poeta W. H. Auden: «Miles han vivido sin amor, pero nadie ha vivido sin agua».
En el desvarío de nuestro tiempo hemos olvidado la sabiduría de los ancestros, mujeres y hombres que, en cada cultura, a través de la historia de la humanidad, reconocieron el agua como un regalo divino.
Este texto hace parte de la exposición «Llovizna» de Ana González y fue traducido por Sergio Zapata León.
Clustertv.net Prensa.
Fernando Ballesteros Valencia.
Corresponsal / Compilador.