“Ya es hora de que pongamos de moda la felicidad” La Nación, mayo de 1984. Gabriel García Márquez

“Ya es hora de que pongamos de moda la felicidad”

La Nación, mayo de 1984.

Gabriel García Márquez

Gabriel José García Márquez fue un destacado escritor, periodista y cineasta latinoamericano. Nació el 6 de marzo de 1927 en Aracataca (Magdalena), un pequeño pueblo bananero ubicado en la región Caribe de Colombia. Allí vivió al cuidado de sus abuelos maternos hasta los ocho años. En 1938 se trasladó con sus padres a Barranquilla, ciudad en la que cursó la primaria y parte del bachillerato, primero en el colegio público Cartagena de Indias y luego en el Colegio San José, de los jesuitas. El título de bachiller lo obtuvo en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá en 1946, luego de aplicar exitosamente a una beca de estudios otorgada por el Ministerio de Educación Nacional. Un año después se matriculó en Derecho, en la Universidad Nacional y comenzó a publicar sus primeros cuentos en el diario bogotano El Espectador.

En abril de 1948, como consecuencia de la violencia que desató el magnicidio del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, interrumpió sus estudios y viajó a Cartagena. Aunque reanudó el derecho en la Universidad de Cartagena, unos meses más tarde decidió abandonar la carrera definitivamente para convertirse en escritor. En esta nueva etapa dio rienda suelta a su vocación periodística sin descuidar el interés por la literatura. Entre 1948 y 1952 redactó opiniones, noticias y notas editoriales para los principales periódicos y semanarios de la región. De aquella época, en la que su vida alternó entre Cartagena, Sucre y Barranquilla, provienen los textos de “Punto y aparte”, su columna en El Universal, y “La Jirafa”, su columna en El Heraldo. Esta última no la firmó con su nombre sino con un seudónimo, “Septimus”, en honor al personaje Septimus Warren Smith de La señora Dalloway, una novela de Virginia Woolf que había merecido toda su admiración. Ciertamente, fue bajo la influencia de Woolf, William Faulkner y de las obras más sobresalientes del modernismo anglosajón que concibió el tono narrativo de su primera novela, La hojarasca. A pesar de que terminó de escribirla a principios de 1952, sólo pudo publicarla tres años después, en mayo de 1955.

En enero de 1954, a instancias del poeta Álvaro Mutis, viajó a Bogotá para trabajar en El Espectador. Como periodista de planta estuvo a cargo de una columna diaria sobre cine (su título era “El cine en Bogotá. Estrenos de la semana”), convirtiéndose así en uno de los pioneros de la crítica cinematográfica en el país. También escribió diversos reportajes, incluyendo las catorce entregas que conformaron Relato de un náufrago, una historia que multiplicó el tiraje del periódico y consolidó el prestigio de García Márquez como narrador, al menos dentro del ámbito nacional.

A mediados de 1955, El Espectador lo envió a Europa en calidad de corresponsal. Esa fue una oportunidad que aprovechó para conocer algunas ciudades de Suiza, Italia, Austria, Polonia, Checoslovaquia y Francia. En Roma, deslumbrado por el neorrealismo italiano, se inscribió en un curso de dirección cinematográfica en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Nunca lo concluyó, si bien superó sobradamente la clase de edición mediante el uso de la moviola. En enero de 1956, el gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla cerró El Espectador y García Márquez, que estaba en París, decidió quedarse en la capital francesa para dedicarse a la literatura. Durante este período y bajo unas condiciones materiales difíciles escribió El coronel no tiene quien le escriba y parte de La mala hora.

Volvió al continente americano a finales de 1957, cuando un amigo periodista le consiguió un empleo en la redacción de la revista venezolana Momento. Una vez que se hubo instalado en Caracas, viajó a Colombia y contrajo matrimonio con Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida. Con ella regresó a Venezuela a fin de continuar su vocación periodística. En ese país atestiguó la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez y lo sorprendió la Revolución Cubana. Poco después, en 1959, aceptó dirigir en Bogotá una sede de Prensa Latina, la agencia cubana de noticias fundada por Fidel Castro y Jorge Ricardo Massetti. Al año siguiente lo invitaron a La Habana para cubrir de cerca el gobierno revolucionario y, en enero de 1961, fue nombrado director de la oficina de Prensa Latina en Nueva York.

La estadía en los Estados Unidos estuvo llena de conspiraciones y desencuentros. Sus diferencias con los comunistas de la oficina, por un lado, y con los anticastristas en las calles de Manhattan, por el otro, crearon un ambiente tenso que ocasionó su renuncia. De modo que en junio de ese mismo año se desplazó con su familia hacia la Ciudad de México, dispuesto a olvidarse del periodismo por un rato. En la capital mexicana residió toda la década de los sesenta y retomó la pasión por el cine. Salvo algunos trabajos en publicidad y en tabloides sensacionalistas, García Márquez se dedicó por entero a la producción de guiones cinematográficos y a la escritura de Cien años de soledad, su obra insigne. También publicó los otrs obras que complementan el universo de Macondo: El coronel no tiene quien le escriba en 1961, Los funerales de la Mamá Grande en 1962 y la edición autorizada de La mala hora en 1966.

A partir de la publicación de Cien años de soledad -5 de junio de 1967-, el escritor colombiano se convirtió en una figura pública cuyas opiniones resonaban en todo el mundo. Esta fama estuvo al servicio de sus posturas políticas, en especial las que estaban relacionadas con la soberanía de los países de América Latina y la integración cultural del continente. Tras el golpe de estado en Chile en septiembre de 1973, desarrolló una faceta periodística “militante” (para lo cual fundó en 1974 la revista Alternativa) y fue partícipe de instituciones que defendieron los derechos humanos (en diciembre de 1974 lo nombraron vicepresidente del Tribunal Russell y en 1978 creó Habeas, un organismo para la defensa de los presos políticos). Fue una década en la que reflexionó sobre el poder y publicó dos obras que asumían el mismo tema en clave literaria: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972) y El otoño del patriarca (1975).

Con la Crónica de una muerte anunciada (1981) retornó a la ficción literaria. Un año después, recibió el Premio Nobel de Literatura. Al contrario de la creencia popular que dice que a un escritor le otorgan el nobel cuando ya está a punto de retirarse, García Márquez siguió fabulando historias. Publicó cuatro novelas más (El amor en los tiempos del cólera en 1985, El general en su laberinto en 1989, Del amor y otros demonios en 1994 y Memorias de mis putas tristes en 2004), dos libros periodísticos (La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile en 1986 y Noticia de un secuestro en 1996), una obra de teatro (Diatriba de amor contra un hombre sentado, 1988), otro libro de cuentos (Doce cuentos peregrinos, 1992) y unas memorias (Vivir para contarla, 2002). Aquel ímpetu de su imaginación narrativa vino acompañado de diversos emprendimientos institucionales: creó la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano en 1985, inauguró la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños en 1986, fundó el telenoticiero colombiano QAP en 1991 y constituyó legalmente la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano en 1994.

Murió el 17 de abril de 2014, un Jueves Santo. Diez años más tarde, en marzo de 2024, sus herederos autorizaron la publicación de En agosto nos vemos, el borrador inacabado de su última novela. Después de su deceso, la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano cambió su nombre a Fundación Gabo, cuya misión busca fomentar ciudadanos activos y mejor informados mediante la formación y estímulo a los periodistas, y la promoción del uso ético y creativo del poder de contar y compartir historias, inspirados en el legado de Gabriel García Márquez y su método de taller.

De qué trata Cien años de soledad

Cien años de soledad es una de las obras cumbres de la literatura universal. Narra la vida de siete generaciones de la familia Buendía en Macondo, un pueblo que conocemos desde su legendaria fundación hasta su final apocalíptico. Los habitantes de la casa de los Buendía y de la aldea conviven con la llegada de extraños, pestes de insomnio, guerras, masacres y sucesivas transformaciones en medio de vaivenes políticos, sociales, inventos prodigiosos y sucesos extraordinarios. Como la imaginación de José Arcadio Buendía, Cien años de soledad va “más allá del milagro y la magia” y su historia ha conquistado el corazón de millones de lectores en todo el mundo. Recientemente adaptada a serie de Netflix, el libro de Gabriel García Márquez sigue posicionándose en el primer lugar de importantes listados de los mejores libros de todos los tiempos y se ha convertido en la obra en castellano más traducida en el siglo XXI.

Algunos episodios destacados de Cien años de soledad

Aureliano Buendía conoce el hielo

En Cien años de soledad, el hielo no es solo un recuerdo portentoso en la memoria infantil del coronel Aureliano Buendía, sino uno de los tantos inventos que llegan a Macondo de la mano de los gitanos y otros vendedores errantes. El témpano prodigioso es, además, la imagen con la que Gabo arranca su obra maestra y con la que consigue uno de los comienzos más brillantes de la literatura universal. La decisión narrativa de ilustrar cómo el asombro anida en lo más cotidiano se cifra en el hielo ordinario, el cual es descrito como “un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo”. En principio, José Arcadio Buendía lo confunde con un diamante. Al tocarlo, su hijo Aureliano aparta la mano pues siente cómo hierve el frío.

Fundación de Macondo

La muerte y el sueño se entretejen en la fundación de Macondo. José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán huyen de su ranchería natal por un muerto. Es Prudencio Aguilar, asesinado de un lanzazo por José Arcadio Buendía después de una ofensa matrimonial en una gallera. Con sus amigos, todos dispuestos a morir de viejos, y huyendo del fantasma sediento de ese muerto, la pareja emprende una travesía sin retorno hacia “la tierra que nadie les había prometido”. Tras cruzar la vertiente occidental de la sierra, acampan a la orilla de un río de aguas diáfanas. En un sueño rodeado de paredes de espejo, José Arcadio Buendía escucha un nombre “que no tenía significado alguno”: Macondo. Allí fundan, con ese nombre, la aldea.

La peste del insomnio

Cuando la peste del insomnio llega a Macondo, los habitantes deben ponerse en cuarentena mientras José Arcadio Buendía se idea diferentes estrategias para contrarrestar el peor estrago de la enfermedad: la pérdida de la memoria. “Todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio”, dice el narrador sobre la enfermedad que se apodera rápidamente del pueblo. Con este suceso, García Márquez conduce a sus personajes a esa espiral de fortuna y desgracia en la que giran a lo largo de toda su historia. Finalmente, la cura milagrosa que trae Melquíades recuerda a las segundas oportunidades que ha tenido el ser humano tras el paso de tantas epidemias históricas.

La ascensión de Remedios, la bella

Aunque Remedios, la bella, hereda la belleza de su madre, a su personaje se le añade una cualidad sobrenatural, que hace que los hombres mueran de “amor” y que, entre los habitantes de la casa y del pueblo, surja un malestar por su conducta ajena a toda convención. De Remedios, la bella, se dice que no es una criatura de este planeta y que su belleza tortura a los hombres incluso después de muertos. De su “hermosura legendaria” se comenta en toda la ciénaga y sus alrededores. Por eso, cuando sucede su ascensión, los lectores no pueden más que impresionarse y volar con ella página arriba a “los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.

La masacre de las bananeras 

Por su resonancia histórica y las cifras que contrarían a las versiones oficiales, los más de tres mil muertos de la masacre de las bananeras son ya un evento real para muchos lectores del mundo entero. Y es así por muchas razones: la llegada de la United Fruit Company, multinacional estadounidense que explotaba las plantaciones de banano, dejó tantos estragos en el continente latinoamericano como en Macondo. La desgracia comienza a fraguarse con la llegada de míster Herbert, un extranjero que se sienta a la mesa de los Buendía y, más que probar, calcula y somete a análisis el banano de la región. Días después, el tren que pasa por Macondo trae agrónomos, hidrólogos, topógrafos, agrimensores y abogados que anteceden a la instalación de un campamento de la United Fruit Company. Lo que sigue luego es bastante conocido: la huelga de los trabajadores, a la que acude el gemelo José Arcadio Segundo; en medio de la muchedumbre exaltada, los oficiales leen el decreto firmado por el general Cortés Vargas que “declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala”. Cuando José Arcadio Segundo despierta en el vagón de los muertos, se da cuenta de “los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo”. Al llegar a Macondo en medio de un aguacero bíblico, los habitantes difunden la mentira de que no ha pasado nada. “Seguro que fue un sueño –insistían los oficiales–. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”.

Un hilo de sangre cruza el pueblo

El único misterio sin resolver de Macondo es la muerte de un personaje: José Arcadio, el hombre de respiración volcánica que un día emprende un viaje y regresa a la transformada aldea tras darle sesenta y cinco veces la vuelta al mundo. Su unión con Rebeca, hija adoptiva de la familia, los expulsa del hogar de Úrsula. Juntos comienzan una vida en una casa en el cementerio, siguiendo una estricta rutina. Una tarde, después de salir a cazar, José Arcadio se encierra en su cuarto y se oye un disparo. Debajo de la puerta aparece un hilo de sangre que recorre el pueblo con tanta orientación que dobla esquinas y baja escalinatas y llega a la casa de los Buendía, donde esquiva una alfombra para evitar mancharla y alcanza al lugar de Úrsula, que grita y sigue el rastro en sentido contrario para encontrar su origen: el oído de su hijo José Arcadio.

Lluvia de flores amarillas 

Cuando muere José Arcadio Buendía, el patriarca de la familia, llueven flores amarillas en Macondo. El hombre cuya imaginación iba más allá del milagro y la magia pasa sus últimos años atado al castaño gigantesco del patio y hablando en una jerga incomprensible que después se sabe que es el latín. Mientras su hijo, el coronel Aureliano Buendía, establece contacto con los grupos rebeldes del interior, a Úrsula le llega una carta suya con la advertencia de cuidar a su padre porque se va morir. En ese estado, el único ser con que tiene contacto es con el fantasma de Prudencio Aguilar. Cuando el carpintero le está tomando las medidas al cadáver para el ataúd, ocurre la lluvia amarilla: “Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

El diluvio de Macondo

Con la memoria borrada de los huelguistas masacrados, el pueblo entero comienza a llorar. O eso parece con el diluvio que azota a Macondo durante cuatro años, once meses y dos días. El aguacero viene con vientos huracanados y tempestades estrepitosas que dan paso a un tedio rutinario. Una de las consecuencias es la incomunicación de Macondo. Los trenes se descarrilan y el servicio del correo se paraliza. En el encierro, después de unas cantaletas de Fernanda, Aureliano Segundo rompe la cristalería, los floreros, los cuadros, los espejos y todo lo que es rompible en la casa y el granero. Como un espejo de esa destrucción doméstica, Macondo también queda en ruinas, con los escombros de la compañía bananera abandonada.

Bajo la influencia de Melquíades, José Arcadio Buendía se inicia en el estudio de la alquimia y realiza empresas descabelladas para dar con nuevos y fascinantes inventos. Mientras tanto, Úrsula sostiene económicamente el hogar con una floreciente industria de animalitos de caramelo al tiempo que la familia crece: José Arcadio, el mayor de los hijos, es un adolescente monumental que empieza a despertar sexualmente; Aureliano, el hermano menor, establece con él un profundo vínculo basado en la complicidad y ya experimenta sus primeros presagios; nace Amaranta y se anuncia la llegada inminente de Rebeca a la casa de los Buendía.

Sinopsis

José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, primos entre sí, se casan y deciden establecerse juntos en una ranchería del Caribe. Sin embargo, tras un duelo de honor en el que José Arcadio Buendía acaba con la vida de un hombre, los esposos deben salir de la ranchería y buscar un nuevo lugar donde vivir. Es así como ellos y varios de sus amigos emprenden una travesía por la sierra hasta fundar la aldea llamada Macondo. Desde allí, José Arcadio Buendía tratará de establecer una ruta que los conecte con los inventos y progresos de la humanidad, muchos de los cuales son pregonados por los gitanos que visitan la aldea todos los años.

Bajo la influencia de Melquíades, José Arcadio Buendía se inicia en el estudio de la alquimia y realiza empresas descabelladas para dar con nuevos y fascinantes inventos. Mientras tanto, Úrsula sostiene económicamente el hogar con una floreciente industria de animalitos de caramelo al tiempo que la familia crece: José Arcadio, el mayor de los hijos, es un adolescente monumental que empieza a despertar sexualmente; Aureliano, el hermano menor, establece con él un profundo vínculo basado en la complicidad y ya experimenta sus primeros presagios; nace Amaranta y se anuncia la llegada inminente de Rebeca a la casa de los Buendía.

La novela más hermosa del castellano

Eso decía Gabriel García Márquez sobre Pedro Páramo. El libro de Juan Rulfo le gustaba tanto que compraba cajas repletas de ejemplares y las repartía entre sus amigos. “Creo haber agotado ya una edición entera”, escribió en un artículo de 1982, el año en que ganó el Premio Nobel.

Regalar la obra de Rulfo era un modo de repetir en los demás su propia experiencia, pues Comala también llegó a su vida en forma de obsequio. A fines de 1961, pocos meses después de instalarse en Ciudad de México, el poeta Álvaro Mutis entró a su apartamento, arrojó dos libros sobre la mesa del comedor y gritó:

Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!

Eran Pedro Páramo y El llano en llamas. García Márquez no los conocía. Tampoco el nombre de su autor. Pasó la noche entera leyendo y el resultado, al amanecer, fue lo más parecido a una epifanía. Unas semanas más tarde, en la sala de un consultorio médico, descubrió en una revista otra historia de Rulfo: “La herencia de Matilde Arcángel”. Entonces confirmó la impresión de encontrarse ante la prosa de un maestro.

Cien años de soledad debe mucho a ese hallazgo. García Márquez lo contó en un homenaje que el Instituto Mexicano de Bellas Artes le hizo a Rulfo en 1980. “El escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros”. La saga de la familia Buendía fue esa continuación. En Comala hay dos habitantes con nombres muy peculiares que luego se repiten en Macondo: Melquíades y Prudencio. El padre Rentería, modelo de varios curas de García Márquez, protagoniza un pasaje en donde está contenido el tono lírico de Cien años de soledad: “El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo”.

Oraciones contundentes que resuenan con pocos adjetivos. García Márquez las amaba como si fueran suyas. En realidad, amaba el mito que se había construido alrededor de Rulfo: el enigma de su bloqueo literario, la melancolía de su semblante, el hábito de buscar los nombres de los personajes en las lápidas de los cementerios de Jalisco. Mientras otros lectores insaciables le exigían a Rulfo que publicara un nuevo libro, García Márquez releía satisfecho. “Si yo hubiera escrito Pedro Páramo, no me preocuparía ni volvería a escribir nunca en mi vida”, dijo.

En noviembre de 1963, cuando conoció a Rulfo en una boda, García Márquez ya era famoso entre sus amigos por recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. Esto llegó a oídos del cineasta español Carlos Velo, quien consideró oportuno encomendarle la adaptación cinematográfica de El gallo de oro, un relato inédito de Rulfo. Gabo aceptó la oferta, no solo porque necesitaba el dinero, sino también porque era el único texto del escritor mexicano que no había leído.

El gallo de oro: dieciséis páginas en papel de seda escritas con tres máquinas distintas. García Márquez las transformó en un guion de noventa y nueve minutos, como si fuese un alquimista que supiera las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado de los metales preciosos. A Velo le gustó. Sin embargo, Manuel Barbachano Ponce, el productor, señaló un problema: los diálogos eran colombianos. Así que contrató a Carlos Fuentes para que los mexicanizara. Después de todo, la principal virtud de Rulfo era el aprovechamiento de la riqueza lingüística de su país natal. García Márquez estaba consciente de ello. “El castellano bueno es el de México, mezclado de náhuatl, de inglés, de francés, de invenciones maliciosas, inteligentes y vitales, dispuesto a romper todas las leyes por conseguir una expresión”, dijo en una entrevista de 1972. “Eso es lo que ha hecho que el lenguaje de Juan Rulfo sea tan hermoso y eficaz”.

El gallo de oro se rodó al interior de los estudios Churubusco y a las afueras de Querétaro. Un rodaje de treinta y ocho días entre junio y julio de 1964. En ese período, el director Roberto Gavaldón introdujo tantos cambios a la historia que García Márquez y Fuentes renunciaron, encabronados, al proceso creativo. La película se estrenó el 18 de diciembre y fue un fracaso crítico y comercial.

Un año más tarde, el 9 de septiembre de 1965, se proyectó En este pueblo no hay ladrones, largometraje de noventa minutos basado en un cuento homónimo de Los funerales de la Mamá Grande. Esta vez fue Juan Rulfo quien participó en el universo literario de García Márquez, aunque no como guionista, sino como actor. Gabo también tuvo un papel secundario. La suma de ambas interpretaciones no dura ni tres minutos: tiempo suficiente para concluir que la actuación no era lo suyo. García Márquez, ante la cámara de video, esconde sus manos bajo las axilas y tiembla por los nervios. Rulfo, por su parte, casi clava un cuchillo en la mano de su compañero de escena, el caricaturista Abel Quezada.

El encuentro en la pantalla de los dos escritores, a pesar de sus terribles dotes actorales, sirvió para fijar en la memoria de la industria los nombres de los principales exponentes del “realismo mágico” latinoamericano. Para García Márquez fue un buen presagio: Rulfo entró a una historia suya de la misma manera como Pedro Páramo entraría en Macondo. Comala, tan lleno de muertos, seguiría vivo en Cien años de soledad.

Macondo no, Comala sí. Un manual de advertencias

Desde la publicación de Cien años de soledad en 1967, muchos productores intentaron convencer a García Márquez de que vendiera los derechos del libro para una adaptación cinematográfica. El escritor colombiano nunca los vendió. Argumentaba que había escrito la novela en contra del cine y que una representación audiovisual limitaría la libertad de los lectores para nutrir el texto con su imaginación.

“Me he opuesto a que Cien años de soledad se convierta en una película, pues cada lector del libro tiene su propia idea de los personajes. Generalmente se los imagina como algunos miembros de su familia o como algunos de sus amigos. O de sus conocidos. Pienso que la imagen destruiría esa identificación y se impondría sobre las imágenes que cada lector se ha elaborado”, le dijo a la revista Lui en 1986, tras rechazar ofertas millonarias de cineastas como Francesco Rosi o Anthony Quinn.

Esta consigna, que defendió con rigor hasta el último de sus días, no fue ningún impedimento para que se involucrara en la primera adaptación de Pedro Páramo. La película se estrenó el año en que se editó Cien años de soledad. La dirigió Carlos Velo siguiendo las indicaciones de un guion escrito por él mismo, Carlos Fuentes y Manuel Barbachano Ponce. García Márquez se unió al proyecto como revisor crítico.

Cuando Gabo se reunió con el equipo, notó algo sorprendente: Velo había desarmado la novela de Rulfo y la había organizado cronológicamente para entenderla mejor.

—Como simple recurso de trabajo es legítimo —les advirtió García Márquez—. Pero el resultado es un libro plano y descosido.

Con el tiempo, a medida que se sucedían nuevas adaptaciones de Pedro Páramo, sus opiniones se transformaron en un manual de advertencias. Una serie de apuntes sencillos que señalan obstáculos insalvables. El primero es el problema de los nombres. Para García Márquez, todos los personajes de la literatura deben parecerse a su nombre y, en el caso de Rulfo, “no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros”. Sobre este asunto, la gran desventaja del cine ha consistido, por ejemplo, en darle vida a Fulgor Sedano con actores que se llaman Ignacio López Tarso (en la versión de Velo), Narciso Busquets (en la versión de José Bolaños) o Héctor Kotsifakis (en la versión de Rodrigo Prieto, de Netflix). No basta, por lo tanto, con interpretar a Fulgor Sedano dentro de un plató: hay que ser Fulgor, bautizarse de nuevo, perder la identidad con la que se nació.

Otra tarea difícil es determinar la edad de los personajes. En su novela, Rulfo no aclara el tiempo de los protagonistas. Por pura “intuición poética”, García Márquez estaba convencido de que Susana San Juan tenía sesenta y dos años y Pedro Páramo sesenta y siete cuando deciden vivir juntos en la Media Luna. “El drama me parece más grande, más terrible y hermoso si se precipita por el despeñadero de una pasión senil sin alivio”, afirmó. Velo no estuvo de acuerdo. Tampoco los directores de las adaptaciones que siguieron. La razón, según Gabo, es bastante triste: “Semejante grandeza poética es impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de ancianos no conmueven a nadie”. El amor en los tiempos del cólera, una novela que cuenta el romance entre dos septuagenarios, fue escrita como un alegato en contra de este prejuicio.

Aunque en el Pedro Páramo de Netflix no se tuvo en cuenta lo de la “pasión senil”, sí hubo una decisión casi mística con respecto al problema de los nombres. El actor que encarna a Pedro Páramo no se llama Pedro, pero nació en Jalisco y su nombre es Manuel García Rulfo. García, como Gabo y tantos en el mundo, y Rulfo por su abuelo, que fue tío de Juan Rulfo. Una coincidencia así tiene que servir de talismán. O al menos para decir que, en las adaptaciones más recientes, el creador de Macondo sigue juntándose con el hombre que inventó Comala.

uando se habla o se escribe sobre la obra de Gabriel García Márquez, casi siempre se menciona el mismo concepto de dos palabras: “realismo mágico”. Se trata de una etiqueta literaria creada por los críticos y difundida por los periodistas, editores y la industria del cine. Aunque comenzó como un concepto acuñado por el crítico de arte Franz Roh para referirse a cierto tipo de pintura europea post expresionista, el “realismo mágico” pronto se convirtió en una muletilla para aludir a los acontecimientos extraordinarios que ocurren dentro del universo narrativo de García Márquez y otros autores del siglo XX (procedentes, en su mayoría, de América Latina).

El término se popularizó gracias al éxito crítico y comercial de Cien años de soledad y, durante décadas, se mantenido vinculado a las reflexiones en torno a García Márquez (tanto es así que hoy se considera al escritor colombiano como uno de sus máximos exponentes). Isabel Allende, María Luisa Bombal, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias y Arturo Uslar Pietri son algunos de los narradores que, a pesar de sus diferencias de técnica y estilo, también han sido acomodados bajo el paraguas del “realismo mágico”.

Como acontece con muchos artistas e intelectuales, a García Márquez no le agradaba que su obra fuese encasillada en una “corriente” o “movimiento” artístico. Creía, además, que el componente mágico de sus historias no era un asunto de su imaginación privilegiada (ni del surrealismo), sino que provenía de la realidad misma. “Dicen que yo he inventado el realismo mágico, pero solo soy el notario de la realidad. Incluso hay cosas reales que tengo que desechar porque sé que no se pueden creer”, afirmó en una entrevista concedida a El País en diciembre de 1995. “Lo mío no es «realismo mágico», sino realismo simple. Realismo puro y simple. Es copiado de la calle”, dijo en otra entrevista, esta vez a La Nación en mayo de 1984.

Para el escritor colombiano, la vida cotidiana de América Latina está llena de fenómenos extraordinarios sobre los cuales se basan sus cuentos y novelas. En ese sentido, su literatura es más realista que mágica.

En el Centro Gabo hemos reunido siete reflexiones de García Márquez sobre el “realismo mágico”, sus límites y contradicciones. Las compartimos contigo:

  1. La ‘pararrealidad’ de los mitos y los presagios

Se me abrió una idea más clara del concepto de realidad. El realismo inmediato de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora tiene un radio de alcance. Pero me di cuenta de que la realidad no es solo los policías que llegan matando gente, sino también toda la mitología, todas las leyendas, todo lo que forma parte de la vida de la gente, y todo eso hay que incorporarlo. Cuando usas ese compás más amplio para medir la realidad latinoamericana, te das cuenta de que llegas a niveles absolutamente fantásticos. Y en este momento yo he llegado a creer que hay algo que podemos llamar pararrealidad, que no es ni mucho menos metafísica, ni obedece a supersticiones ni a especulaciones imaginativas, sino que existe como consecuencia de deficiencias o limitaciones de las investigaciones científicas y por eso todavía podemos llamarla realidad real. Te hablo de los presagios, de la terapia, de muchas de esas creencias premonitorias en que vive inmersa la gente latinoamericana todos los días, dándoles interpretaciones supersticiosas a los objetos, a las cosas, a los acontecimientos. Interpretaciones, además, que vienen de nuestros ancestros más remotos.

“García Márquez: ahora doscientos años de soledad”.

Triunfo, noviembre de 1970.

Realidad que reemplaza a la ficción

El racionalismo de los lectores europeos les impide ver que la realidad no termina en el precio de los tomates o de los huevos. La vida cotidiana en América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias. A este respecto suelo siempre citar al explorador norteamericano F. W. Up de Graff, que a fines del siglo pasado hizo un viaje increíble por el mundo amazónico en el que vio, entre otras cosas, un arroyo de agua hirviendo y un lugar donde la voz humana provocaba aguaceros torrenciales. En Comodoro Rivadavia, en el extremo sur de Argentina, vientos del polo se llevaron por los aires un circo entero. Al día siguiente, los pescadores sacaron en sus redes cadáveres de leones y jirafas. En “Los funerales de la Mamá Grande” cuento un inimaginable e imposible viaje del Papa a una aldea colombiana. Recuerdo haber descrito al presidente que lo recibía como calvo y rechoncho, a fin de que no se pareciera al que entonces gobernaba al país, que era alto y óseo. Once años después de escrito ese cuento, el Papa fue a Colombia y el presidente que lo recibió era, como en el cuento, calvo y rechoncho. Después de escrito Cien años de soledad, apareció en Barranquilla un muchacho que confesó que tenía una cola de cerdo. Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días. Conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien años de soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven.

El olor de la guayaba, 1982.

El realismo mágico de las novelas de caballerías

Es cierto que América Latina nació con las novelas de caballería. Aquello no fue casual puesto que esas novelas fueron prohibidas en las colonias españolas: hacían volar la fantasía. Los cronistas de la conquista, a causa de esas novelas, estaban preparados para creer todo lo que veían, pero se encontraron con más de lo que eran capaces de imaginar. Así nació ese mundo fantástico, que luego fue llamado “realismo mágico”, y que es un signo característico de la cultura de América Latina.

“Gabriel García Márquez: el oficio de escritor”.

Correo de la Unesco, febrero de 1996.

Amadís de Gaula, el precursor

De todos los libros, el que más me ha apasionado es el Amadís de Gaula. Es una gran novela que demuestra la antigüedad del realismo mágico en la América Latina.

“El amor, maravilloso demonio”.

El Espectador, abril de 1994.

Una forma novedosa de contar lo obvio

Cada línea de Cien años de soledad, como en todos mis demás libros, tiene como punto de partida la realidad. Procuro brindar al lector una lupa para interpretar mejor la realidad. Pongamos un ejemplo: en la historia de Eréndira, nuevamente, el personaje Ulises tiene la virtud de cambiar el color de cada cristal que toca. Eso, como es obvio, no resulta en absoluto verosímil. Pero tanto se ha dicho ya sobre el amor que intenté expresar de otro modo que ese muchacho estaba enamorado. Así es que no solamente cambian de color los cristales que toca, sino que además su madre le dice: «Debes estar locamente enamorado de alguien, porque cada cosa que tocas cambia de color». Tengo derecho a decir de otra forma lo que ya se ha dicho siempre sobre el amor: cómo cambia nuestras vidas, cómo lo trastoca todo en nuestras vidas.

“Entrevista con Gabriel García Márquez”.

Playboy, octubre de 1982.

Más investigación que magia

El general en su laberinto tiene una importancia más grande que todo el resto de mi obra. Demuestra que toda mi obra corresponde a una realidad geográfica e histórica. No es el realismo mágico y todas esas cosas que se dicen. Cuando lees el Bolívar te das cuenta de que todo lo demás tiene, de alguna manera, una base documental, una base histórica, una base geográfica que se comprueba con El general. Es como otra vez El coronel no tiene quien le escriba, pero fundamentado históricamente. En el fondo, no he escrito sino un solo libro, que es el mismo que da vueltas y vueltas, y sigue.

“El general en su laberinto es un libro vengativo”.

Semana, marzo de 1989.

Realismo puro y simple

Lo mío no es «realismo mágico», sino realismo simple. Realismo puro y simple. Es copiado de la calle. Creo que a lo más que llego es a literaturalizarlo, no a caricaturizarlo. Es decir, le hago un añadido poético a la realidad y eso es absolutamente legítimo en literatura.

“Ya es hora de que pongamos de moda la felicidad”.

La Nación, mayo de 1984.

Cuando a un escritor le es concedido el Premio Nobel de Literatura

La Academia Sueca redacta una declaración oficial en la que argumenta las razones que motivaron su decisión final. Por lo general, se trata de un documento que menciona los atributos especiales de la obra de un autor, subrayando su originalidad, sus influencias y su impacto cultural.

En el caso de Gabriel García Márquez, a quien le fue otorgado el Premio en 1982, la Academia Sueca destacó la narrativa polifacética del colombiano, cuyos registros iban desde el cuento, la novela y la novela corta, hasta el periodismo político y la crónica. En el informe, los académicos comparan al creador de Macondo con grandes novelistas como William Faulkner y Balzac, haciendo énfasis en el contraste asombroso que García Márquez establece entre su visión trágica de la vida y la vitalidad de su narración. Llama la atención que en el texto también se reconozcan aspectos del escritor que van más allá de la literatura como su compromiso social y el impacto de sus libros en el mercado. Al final, lo que más se señala en el trabajo literario de García Márquez es su capacidad para introducir al lector en la realidad latinoamericana y revelarle los pormenores de la condición humana a través de la imaginación.

En el Centro Gabo queremos compartir contigo la declaración completa con la que la Academia Sueca dio a conocer sus motivos por los cuales García Márquez –y no otro– debía ganar el Premio Nobel de Literatura en 1982:

Al conceder el Premio Nobel de Literatura al Novelista Colombiano Gabriel García Márquez, no se puede decir que la Academia Sueca haya descubierto a un Escritor desconocido.

La publicación de su novela “Cien Años de Soledad” en 1967 proporcionó a García Márquez un reconocimiento internacional de desacostumbrada magnitud. La novela se tradujo a un gran número de idiomas y se ha editado en millones de ejemplares. Nuevas generaciones de lectores siguen comprándola y leyéndola con un interés que no disminuye. Un éxito de tal calibre, conseguido con un solo libro, podía haber sido fatal para un escritor que no tuviese los recursos de que dispone García Márquez. En todo caso, él ha ido consolidando paulatinamente su reputación de narrador dotado de talento excepcional, dueño de un material, producto de la fantasía y de la experiencia, que puede parecer inagotable. Su novela “El Otoño del Patriarca” (1975) puede muy bien medirse por su aliente narrativo y su riqueza épica con la obra mencionada. Las novelas cortas “El Coronel No Tiene Quien le Escriba” (1961), “La Mala Hora” (1962), o la publicada el año pasado “Crónica de una muerte anunciada” completan la imagen de un autor que reúne, en su persona, un talento narrativo desbordante, casi abrumador, y la maestría del artista de la lengua consciente de su técnica, disciplinado y poseedor de un amplio bagaje literario. Un buen número de cuentos publicados en diferentes colecciones o en revistas, proporcionan una prueba adicional de la polifacética modulación del talento narrativo de García Márquez. Sus éxitos internacionales han continuado. Cada obra suya nueva es considerada por una crítica y un público expectantes como un acontecimiento de trascendencia internacional, y se traduce y se publica con toda la rapidez posible en numerosos idiomas y grandes tiradas.

Tampoco se puede decir que con el Premio a García Márquez la Academia haya sacado a la luz un continente o región literariamente desconocido. La literatura Latinoamericana muestra desde hace tiempo una vitalidad que apenas se encuentra en otro ámbito literario y tiene conquistada una posición, un rol que se sigue con particular atención en la vida cultural de nuestro tiempo. Es éste un Continente donde se entrecruzan multitud de impulsos y tradiciones. Elementos de cultura popular, por ejemplo la narración oral, reminiscencias de culturas indias altamente desarrolladas, corrientes del barraco español de diferentes épocas, influencias del surrealismo y otras corrientes literarias Europeas, todo ello, mezclado, produce una bebida vivificante y rica en especias de la que García Márquez y otros escritores hispanoamericanos sacan su material e inspiración. Los violentos conflictos políticos, sociales y económicos elevan la temperatura del clima intelectual. Como la mayoría de los escritores más importantes del mundo Latinoamericano, García Márquez está profundamente comprometido políticamente a favor de los pobres y débiles  y contra la opresión nacional y la explotación económica extranjera. Además de la producción propiamente literaria, García Márquez ha desarrollado una intensa actividad periodística, labor en la que no se limita a tratar temas políticos, sino que toca gran variedad de asuntos de manera ingeniosa y a menudo provocadora.

Las grandes novelas nos llevan a pensar en William Faulkner. García Márquez ha creado un universo propio – El mundo que rodea a Macondo, el pueblo inventado por él. Desde finales de la década de 1940, sus novelas y cuentos nos arrastran a ese extraño lugar donde se dan cita lo milagroso y lo más puramente real – el espléndido vuelo de la propia fantasía, fabulaciones desmedidas y hechos concretos que surgen del fondo del pueblo, alusiones literarias, gráficas descripciones, palpables y a veces opresivas, realizadas con la precisión de un reportaje.

Como Faulkner, o por qué no un Balzac, los mismo protagonistas y personajes secundarios aparecen en diversas narraciones, son expuestos a la luz de diversas formas – unas veces en situaciones dramáticamente reveladores, otras en peripecias cómicas y grotescas de tal especie, que únicamente pueden ser inventadas por la más arrolladora fantasía o la desvergonzada realidad. Manías y pasiones tiranizan a esos seres. En plena guerra, estrambóticos sucesos hacen que el valor se presente bajo la figura de la locura, la infamia bajo la de la caballerosidad, la astucia bajo la de la insensatez. En el mundo imaginado y descubierto por García Márquez, tal vez sea la muerte el más importante director de escena entre bastidores. Con frecuencia, sus narraciones giran en torno a una muerte – alrededor de alguien que ha muerto, está a punto de morir o tiene que morir. Un sentimiento trágico de la vida impregna los libros de García Márquez – una sensación de la incorruptible fuerza del Destino y del avance inhumano e implacable del acontecer histórico. Pero la conciencia de la muerte y el sentimiento trágico de la vida contrastan con la vitalidad de la narración, esa capacidad de invención aparentemente ilimitada, que a su vez expresa la fuerza vital, a un tiempo aterradora y edificante, de lo vivo y lo real. Lo cómico y lo grotesco en García Márquez puede ser cruel – pero también puede transformarse en algo lleno de un reconciliador sentido del humor.

Con sus narraciones García Márquez ha creado un mundo propio que es un microcosmos. En su tumultuaria, desconcertante y, sin embargo, convincente autenticidad, este microcosmos refleja, con gran claridad, un continente con sus riquezas y miserias humanas. Quizás más aún: Un universo donde las fuerzas unidas del corazón humano y de la historia desbordan una y otra vez los límites del caos – matando y creando.