Alerta del presidente Petro de un “golpe de Estado” El presidente Gustavo Petro afirmó que comenzó un golpe de Estado luego de que el CNE lo acusara de exceder los topes de financiación en la campaña presidencial de 2022 - crédito Joel González/Presidencia.

El presidente de Colombia Gustavo Petro afirmó que «Comenzó un golpe de Estado» luego de que el CNE lo acusara de exceder los topes de financiación en la campaña presidencial de 2022.

La oposición y el oficialismo hablaron sobre la investigación que el Consejo Nacional Electoral llevará a cabo contra el mandatario y otros por la presunta violación de los topes de financiación en la campaña presidencial de 2022.

Dossier: Repensar el Estado

Estado, golpes de Estado y militarización en América Latina: una reflexión histórico política

¿Qué países de América Latina han tenido golpes de estado?.

  • Argentina. Véanse también: Proceso de Reorganización Nacional, Golpe de Estado en Argentina de 1976 y Terrorismo de Estado en Argentina en las décadas de 1970 y 1980. …
  • Chile. Augusto Pinochet
  • Costa Rica
  • República Dominicana
  • El Salvador
  • Guatemala
  • Haití
  • Nicaragua
  • Así fue como ocurrió en Bolivia, entre 1964 y 1982, en Argentina, entre los años 1976 y 1983, en Uruguay entre 1973 y 1985, en Chile entre 1973 y 1990, en Paraguay, desde 1954 hasta 1989, República Dominicana, desde 1930 hasta 1961, Perú, desde 1968 a 1980, Ecuador, desde 1972 hasta 1979, Colombia, entre 1953 y 1957.

El Golpe de Estado en Colombia de 1953 fue la toma del poder por parte de los militares de Colombia  al deponer al gobierno civil conservador de Laureno Gómez    tras tres años de gestión  impopular y varios años de violencia política anterior. Ocurrió el sábado 13 de junio de 1953 en Bogotá.

Fue dirigido por el  teniente general Gustavo Rojas Pinilla y contó con el apoyo del sector Laureanista del Partido Conservador en cabeza de Gilberto Alzate Avendaño y Mariano Ospina Pérez.

La caída del poder civil derivó de la crisis que vivía el país desde el 9 de abril de 1948, día que por el caos que se vivió en la capital del país a raíz del asesinato del líder liberal Jorge Eliecer Gaitan  y que se le llamó El Bogotazo.  

Los partidos políticos tradicionales colombianos, Liberal y conservador, estaban enfrascados en un enfrentamiento desde 1925 aproximadamente y que se agravó a partir de 1948, este periodo fue conocido como  La violencia, en el que el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez y posteriormente Laureano Gómez, se impuso el terror en las zonas rurales dominadas por liberales debido a las policías políticas conocidas como Chulavitas  en el centro del país y los   paramilitares pro-conservadores conocidos como los pajaros. Los Pajaros, en el Valle del Cauca; en respuesta los liberales crearon guerrilla Liberales  y grupos de autodefensa campesinas conocidos como los cachiporros, y los comunistas también afectados crearon autodefensas comunistas.

Además de lo anterior, los mismos partidos estaban fracturados por luchas internas e intrigas, que les quitaron el apoyo popular.​ Por ejemplo, el sector gaitanista estaba enfrentado con el oficialismo liberal dirigido por  Eduardo Santos, y los conservadores estaba divididos entre ospinistas y laureanistas. Esta última facción era leal al presidente Laureano Gómez, quien sucedió a Ospina en unas elecciones sin rival ni garantías políticas ni de seguridad.​

Finalmente, la incapacidad de gobernar de Gómez, que controlaba el gobierno a través del designado  Roberto Urdaneta (ya que en octubre de 1951 sufrió dos infartos que lo llevaron a ceder el poder), derivó en el apoyo creciente a un levantamiento militar. Gómez era tremendamente impopular por sus medidas dictatoriales y la radicalidad de sus ideas.

«El Golpe Blando» como estrategia de golpe de estado en Colombia.

«Las recientes declaraciones del presidente Gustavo Petro, tras la decisión de la Sala Plena del Consejo Nacional Electoral (CNE) de formular cargos en su contra y en contra del presidente de Ecopetrol, Ricardo Roa, por presunta violación de topes de financiación en la campaña presidencial de 2022, provocaron una ola de reacciones tanto en el oficialismo como en la oposición.

Mientras que el presidente denunció lo que considera una estrategia para sacarlo del poder, al señalar que “ha comenzado el golpe de Estado”, diversos sectores señalaron tanto su apoyo o rechazo a su postura, intensificando el debate en el escenario político colombiano.

  • Las profundas transformaciones que ha vivido América Latina en los últimos 50 años, resultan indisociables del proceso de militarización que sufrió el continente entre las décadas de 1960 y 1970, y que tuvo como característica central la desagregación progresiva del papel que desempeñaba el Estado como articulador de la vida pública y promotor del desarrollo económico. Las reflexiones que siguen intentan trazar una reflexión histórico-política en torno de estas transformaciones, revisando críticamente la literatura que se generó sobre el tema y estableciendo sus momentos explicativos más problemáticos. La intención, dar una visión alternativa a la lectura que este escenario de violencia tuvo en América Latina, incorporando como elementos determinantes la integración regional de intensos procesos represivos y su articulación global con la Guerra Fría.
  • El Estado latinoamericano, golpes de Estado, militarización, Guerra Fría, Fascismo.
  • Durante las décadas de 1960 y 1970 del siglo XX, América Latina vivió, de manera sistemática y estratégica, un proceso de militarización, el cual utilizó como acto político de expresión, como puesta en escena, la forma del golpe de Estado. Si bien la literatura política acuñó este término para describir la irrupción de gobiernos de facto asociados a un tipo específico de autoritarismo, en el curso de este proceso el término golpe de Estado adquirió la particularidad de expresar la captura del Estado por instituciones militares a partir de un acto material y simbólico. Material, en la medida en que fueron golpes que utilizaron infraestructura propia de una situación de guerra, movilizando sofisticados recursos para la conquista efectiva de instituciones organizadas exclusivamente desde el poder civil. Simbólico, debido a que dichas instituciones no sólo representaban los puntos más significativos del campo político (llámese casa de gobierno, ministerios, medios de comunicación, universidades), sino que, además, sobre ellas se desplegó un conjunto de códigos altamente jerarquizados destinados a inundar el ámbito público de un principio de excepcionalidad, hasta entonces, propio de situaciones catastróficas o de agresión externa.
  • La toma violenta del Estado, en cuyo seno descansaba el poder político mismo, se convirtió, desde la década de 1960 en una práctica recurrente de las instituciones de defensa nacional, constituyéndose no sólo en actores fundamentales del proceso de cambio que sufrió el continente, sino en garantes del curso irreversible que este proceso adoptó en los años siguientes. Se trata de un proceso de cambio que implicó diversos planos de la escena nacional, y que podrían ser resumidos en la abolición de la idea tradicional de Estado y de la centralidad de las instituciones públicas que le acompañaban en el ejercicio de articulación de la vida política en sociedad.
  • En este contexto de militarización, los golpes de Estado constituyen un acto fundacional de lo que podríamos llamar un nuevo escenario estatal a través del cual comenzaría a expresarse una forma inédita de administración de la vida política y de los asuntos públicos: una entelequia administrativa excepcional que, con el tiempo, destruyó el horizonte de acción que el Estado nacional latinoamericano había históricamente trazado.
  • En este sentido, el Estado, cuya historia en América Latina es indisociable de una violencia política que atraviesa con sistematicidad el siglo XX, vive a raíz de este proceso de militarización una transformación paradigmática. No sólo se dará fin a la estructura tradicional de Estado, a partir del cual los proyectos modernizadores encontraban su realización programática (en el «Estado nacional desarrollista» o en el «Estado nacional populista», por ejemplo); sino que, a su vez, toma lugar la «extinción» de la idea misma de Estado, de su protagonismo ideológico, digamos: de su condición de aparato. El Estado pierde así su centralidad en las decisiones políticas y económicas, relevando su lugar a la estructura supranacional del capitalismo mundial.
  • Esta pérdida ocurre de modo consustancial al agotamiento sistemático (y sintomático) de la sociedad civil y de las prácticas públicas tradicionales, describiendo con ello un estado de época que fue denominado en la década de 1990 como neoliberalismo. Éste no sólo debe ser entendido aquí como un conjunto de axiomas económicos, concibiendo lo económico como una esfera particular de la cuestión nacional. Por el contrario, debe entenderse como un programa continental de articulación de la fuerza social, que fue producto de un proceso histórico de disciplinamiento riguroso de la sociedad civil y sus relaciones políticas. De este modo, la instalación regional del neoliberalismo describe un acontecimiento político más que económico, puesto que las llamadas políticas económicas puestas en práctica a lo largo de este proceso de militarización -privatización, desregulación, liberalización, descentralización, por nombrar algunos lugares comunes- constituyen, en rigor, una economía política que tuvo como principio el desmantelamiento del Estado nacional y su estructura ideológica como promotor exclusivo del desarrollo económico. No obstante, algunos de estos procesos —la descentralización o la modernización del Estado— pudieron ser vistos con cierto optimismo político al inicio de las transiciones a la democracia, lo cierto es que en términos efectivos, concretos, constituyen parte esencial de la despolitización del Estado en América Latina. Más allá de los eufemismos e ideologemas que nutren los discursos políticos contemporáneos en torno a la necesidad de «profundizar» reformas estructurales del Estado latinoamericano, habría que preguntarse con rigor si acaso estas reformas no fueron el salvoconducto que requirió el capital internacional para hacer más «competitiva» la Región respecto de los intereses transnacionales.
  • Ahora bien, en este contexto específico de militarización, el golpe al Estado representa el último acto contra el Estado latinoamericano. Digamos que el Estado no sólo es tomado por fuerzas político-militares hasta entonces reincidentes en el ejercicio autoritario del poder, sino que, además, dichas fuerzas tienen por objeto destruirlo (el caso chileno es literal) al punto de diluir el contenido de las relaciones políticas entre Estado y sociedad civil. No se trata, esta vez, de que los golpes sean expresión de la precariedad estructural de las instituciones políticas latinoamericanas, es decir, de su «incapacidad de encauzar y absorber el conflicto político al interior de un marco de estabilidad». Por el contrario, se trata de un fenómeno que rompe la estructura misma a través de la cual el campo político y el Estado regulaban el conflicto social, administrando el desarrollo económico en torno a proyectos políticos nacionales.
  • Desde esta perspectiva, la última gran transformación del campo político latinoamericano acontece cuando el Estado es despojado militarmente de su condición histórico-tradicional de administrador de la vida pública. Esto es, cuando los gobiernos militares pongan en funcionamiento una racionalidad represiva destinada a eliminar parte sustancial del campo político con el fin de despolitizar la esfera pública hasta entonces vigente. Una vez que el Estado sea brutalmente despolitizado, perderá centralidad como articulador de la vida pública, conduciendo un conjunto de reformas estructurales que lo llevarán hacia su minimización absoluta, tal vez su forma más acabada.
  • Los golpes militares al Estado que comienzan a registrarse desde 1964, en Brasil, extendiéndose por la década hasta mediados de la década de 1970, marcan un periodo de grandes transformaciones en la estructura política y económica de la región, teniendo como característica central tanto la puesta en marcha de severas reformas al Estado, como también el despliegue de una política represiva sobre amplios sectores de la sociedad civil. Desde el golpe de Castelo Branco, 1964, o el golpe del general Onganía en Argentina, 1966, comienza a gestarse un nuevo tipo de violencia político-militar que tiene como objeto intervenir el Estado y reorientar la sociedad civil en torno a un paradigma de dominación hasta entonces inédito. Se inaugura así «un proyecto de dominación continental, de naturaleza hegemónica»que reescribe la relación histórica entre inestabilidad política e intervención militar, a partir de la cual, el fenómeno dictatorial encontraba su explicación más requerida.

GOLPES DE ESTADO Y MILITARIZACIÓN

  • Este proceso de militarización que viven el Estado y la sociedad civil tuvo la particularidad de ser epocal, describiendo con ello no sólo un fenómeno de coincidencias geográficas, sino, sobre todo, un estado de época que encontró su originalidad en los golpes «cívico militares» que irrumpieron cronológica y sintomáticamente en la primera mitad de la década de 1970 —Bolivia, en 1971; Chile y Uruguay, en 1973; Argentina, en 1976. También habría que tomar en consideración el hecho de que las dictaduras de Paraguay (desde 1954) y Brasil (1964), conducen, en los comienzos de la década de 1970, un cambio doctrinal del perfil represivo que hasta entonces habían exhibido. El «golpe dentro del golpe», en Brasil, 1968 y la promulgación, en 1969, de la Ley de Seguridad Nacional por el gobierno de Médici. El golpe de Estado al golpe de 1968, en el Perú, en 1975. En este contexto represivo no habría que olvidar, ciertamente, a México, allí donde la intervención policíaco-militar del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz cobró la vida de un número aún no precisado de estudiantes congregados en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en 1968. Ocurriría lo mismo en 1971, cuando gobernaba Luis Echeverría, inaugurando con ello un periodo de intervención radical de la sociedad que tuvo como característica central el uso del ejército y sus tácticas de guerra en contra de su propia población civil.
  • Como vemos, se trata de un proceso que difícilmente puede ser analizado de manera particular, remitiéndolo a las especificidades nacionales en la que dichos golpes y procesos militares tuvieron lugar. Argentina, al igual que Bolivia, poseía una historia de golpes de Estado anterior a la década de 1970 completamente distinta de la que, a simple vista, uno puede apreciar en las historias políticas nacionales de Uruguay y Chile. Entonces, lo que habría que resaltar en este periodo es el momento de su integración regional, el carácter expansivo e internacional de su política represiva, a partir de la cual se alinearon las dictaduras militares. Dicha integración, que posee como punto articulador la Doctrina de Seguridad Nacional promovida por Estados Unidos durante la Guerra Fría, alcanzó niveles que configuraron lo que Alain Rouquié denominó «Estados militares», a la hora de describir la regularidad de la variable marcial en el autoritarismo latinoamericano de estas décadas.
  • Así, los golpes abrieron una nueva época, a partir de la cual hizo entrada una estrategia de integración militar de carácter internacional (caracterizada ejemplarmente en el Cono Sur por la llamada Operación cóndor), que tuvo por objeto erradicar de la región no sólo el campo político y cultural de la izquierda (el comunismo, el utopismo revolucionario, la conciencia crítica, la atmósfera intelectual a través de la cual se nutrieron los partidos políticos de la revolución) sino, principalmente, a los sujetos portadores de dicha cultura: su militancia, el conjunto de hombres, mujeres y niños que se insertaban en el horizonte de sentido que dicha cultura había construido.
  • Desde la década de 1960 comienza a desplegarse un tipo nuevo de violencia en el continente, una violencia que escapó de las múltiples representaciones que, por entonces, la lucha política poseía. La radicalización de las vanguardias revolucionarias de izquierda, como la creciente movilización de amplios sectores sociales, contrastó con el final abrupto que estos proyectos sufrieron una vez que los golpes desdibujaran el imaginario sobre el cual se proyectaba la idea misma de revolución. Por primera vez en la historia política de América Latina, se pone en funcionamiento una máquina global de exterminio, cuya característica más significativa fue la coordinación supranacional, el esfuerzo de integración político-policial para destruir, torturar y «hacer desaparecer» al cuerpo mismo de la izquierda latinoamericana, en una guerra unilateral que no conoció fronteras nacionales ni límites ideológicos, y que excedió con creces el marco de representación a través del cual el campo cultural de izquierda articulaba sus relaciones con la escena política de aquellos años.

LA TEORÍA DEL ESTADO AUTORITARIO Y EL PROBLEMA DEL FASCISMO

  • En ciencias sociales, y al interior de un campo particular de la reflexión de izquierda, este proceso de militarización del Estado se denominó autoritarismo. Encuentra su particularidad más visible en el carácter fundante, sui generis, de la irrupción autoritaria en busca del establecimiento, bajo la lógica de la guerra, de un nuevo orden social de disciplinamiento de la sociedad civil, descrito a partir de la necesidad histórica de encontrar una solución violenta a la estructura de contradicción entre política y desarrollo económico, entre democracia y modernización. Desplegada por cuerpos militares altamente burocratizados, esta violencia tuvo por objeto implementar una lógica particular de guerra contra la sociedad civil y sus estructuras tradicionales de organización, dando lugar a un proceso de reordenamiento social cuya conducción dependió casi exclusivamente del Estado. Esta vez, bajo la noción de «Estado-autoritario».
  • Si bien el autoritarismo (visto como un sistema de enunciados en torno a un fenómeno de época) concibió al Estado como «el eje aglutinador de la investigación social», habría que agregar que fue, sin embargo, el primer esfuerzo por comprender este proceso de militarización de modo genérico, integrándolo al interior de una gran tendencia de cambio a escala continental. No se trató, esta vez, de proyectos específicos de dominación cuya naturaleza se hundía en las particularidades históricas de cada Estado nacional. Por el contrario, la emergencia del Estado autoritario mostraría un rasgo continuo, cierta regularidad en resolver, regionalmente, el desequilibrio estructural entre mercado y Estado, entre política y capitalismo. Así, la teoría del autoritarismo concibió al «gobierno autoritario» como conductor de un proceso de burocratización estatal, de re-ordenamiento institucional, tendiente a resolver la creciente contradicción entre una cultura política radicalizada en torno a la noción de cambio social, y la estructura económica internacional del capitalismo. El autoritarismo resolvió un dilema histórico, pero a través de una violencia (material y simbólica) que se dejaba leer como la variable «costo» entre el capital internacional y las expectativas políticas de desarrollo de los Estados nacionales.
  • Sin embargo, el debate en torno al autoritarismo encontró su límite real y efectivo en la desimbricación de la acción política y el discurso teórico que marcaron la práctica revolucionaria de la década de 1970. La revolución, que alimentaba y se dejaba alimentar por las ciencias sociales, pierde, en el curso de esta década, abruptamente, su centralidad temática. No sólo los centros de investigación fueron cerrados, al igual que las carreras universitarias vinculadas a la teoría social, sino que gran parte de los intelectuales del campo fueron severamente reprimidos, exiliados y censurados. Así, esta ruptura teórica que va de la revolución, «el tema central del debate político en América del Sur» en la década de 1960, a la comprensión de la naturaleza autoritaria del nuevo Estado, depende, más que de una crisis paradigmática, de la experiencia de violencia común que vivieron los intelectuales de izquierda una vez que tienen lugar los golpes militares al Estado. «De ahí —escribe Norbert Lechner— un primer rasgo de la discusión intelectual pos-73: la denuncia del autoritarismo en nombre de los derechos humanos. Los intelectuales no luchan en defensa de un proyecto, sino por el derecho a la vida de todos».
  • La discusión generada por el autoritarismo significaría, en este contexto, el reposicionamiento del debate político en torno a una nueva figura del Estado pero, principalmente, respecto a una experiencia común que tiene a la vida misma como problema. De este modo, en el paso que va de la vida como problema (la lucha por el derecho a la vida) al autoritarismo como eje teórico a mediados de la década de 1970, se juega la recomposición del campo y, simultáneamente, la reorientación teórica a partir de la cual el Estado ocupará de nuevo una centralidad reflexiva. El autoritarismo, doctrina que le regalará la base ideológica a la democracia neoliberal en las décadas de 1980 y 1990, inaugura con los golpes de Estado un cambio radical de tono al interior de las ciencias sociales, por medio del cual la ciencia misma de la revolución dejaría sin palabras al discurso político de izquierda, objeto central de la intervención militar que vive el continente.
  • Por ejemplo, al interior del campo de la sociología latinoamericana opera un desplazamiento conceptual que tendrá una clara consecuencia en el discurso político de izquierda de aquellos años: la exclusión del fascismo como categoría descriptiva de los procesos de militarización en la Región. En este tránsito conceptual habría, también, que señalar como experiencia decisiva la «renovación socialista» que opera en el campo político tras la experiencia de derrota de los proyectos revolucionarios en América Latina, y la desintegración de la llamada «órbita socialista» europea a fines de la década de 1980.
  • Se trata de una renovación conceptual que transita desde el fascismo, ilustradopor el célebre texto de Theotonio Dos Santos, Socialismo o Fascismo (1972), hacia la teoría del autoritarismo y la tesis de los «burocráticos autoritarios» de Guillermo O’Donnell (1976). Las consecuencias de este viraje conceptual, en el que un término que goza de popularidad teórica se desfundamenta radicalmente dando paso a otro, generó, sin embargo, un pequeño debate al interior de un campo mermado por la represión y la experiencia de la derrota. Destaca el texto de Atilio Borón, «El fascismo como categoría histórica: en torno al problema de las dictaduras en América Latina» (1977) y, ciertamente, Fascismo y Dictadura de Nicos Poulanzas (editado en español el año 1971). En ambos textos, cuya recepción es clave para la adscripción a la teoría del autoritarismo, el fascismo será retratado, si bien como un acontecimiento histórico actual y recurrente, dotado de un conjunto de características que lo situaban como un fenómeno específico de reacción nacionalista del gran capital interno, en que el Estado, a diferencia del Estado autoritario latinoamericano, poseía un claro papel ideológico de intervención.
  • Operaría, así, una cierta tecnificación del discurso académico en ciencias sociales. Al adoptar la figura del autoritarismo como categoría que le da singularidad a las dictaduras del Cono Sur, la Sociología des-operacionaliza la función política que ocupaba el fascismo en el imaginario de izquierda, estableciendo una separación radical del discurso teórico respecto del lenguaje revolucionario, lenguaje a partir del cual se nutría la intelectualidad de los años 60. En efecto, «muy temprano queda claro que no se trata de un fascismo, noción relegada al trabajo partidista de agitación», sino de una nueva composición del poder estatal cuya naturaleza viene definida como un proyecto global de transformación del Estado y sus instituciones. Por lo tanto, «esos regímenes, a diferencia del fascismo, no se basaban en la movilización popular, no hacían uso de una estructura partidaria y no necesitaban de expansión internacional».
  • Así, en esta sofisticación analítica del discurso de las ciencias sociales, la política de izquierda pierde el sustento teórico que hacía verosímil la acción en la lucha revolucionaria, fundamentalmente en contra de un enemigo que pertenecía al imaginario político republicano (Salvador Allende llamó fascismo a lo que Fidel Castro llamó, y llama, imperialismo). Pero también, habría que agregar, las ciencias sociales pierden su vocación política. Al quedar sin referente material que vuelva efectivo al discurso teórico, la Sociología, y en general las ciencias sociales, pierden su relación con la acción política; pérdida descrita ejemplarmente por Beatriz Sarlo en el tránsito que va del intelectual orgánico a la organicidad del experto, del revolucionario contra el Estado, al administrador de los intereses del Estado. Así, paradojalmente, la crítica al «Estado Autoritario desemboca en la crítica a la concepción estatista de la política», vigente hasta la irrupción de los golpes de Estado en la década de 1970.
  • Las consecuencias serán visibles en el campo de las ciencias sociales: adquiriendo mayor autonomía respecto de la práctica política, «la discusión intelectual (sobre todo en las izquierdas) logra desarrollar un enfoque más universalista (menos instrumental) de la política», a través del cual cobraría forma el discurso de administración de las expectativas democráticas y políticas que se instala a mediados de la década de 1980 a partir del concepto de «transición a la democracia».
  • Sin embargo, el imaginario político de izquierda entre 1960 y 1980, es decir: aquella generación que vivió a través de sus vanguardias (políticas, armadas, artísticas e intelectuales) una «sobredosis de sentido,» al punto de hospedar «todos los significados de una época»,se vio, de golpe, inscrita en una lógica de aniquilación que excedía hasta lo irrepresentable el propio «imaginario de muerte» que la lucha revolucionaria, y su cultura utópica, habían descrito en el ideario de la emancipación social. El fascismo, a partir del cual la intelectualidad latinoamericana heredó la forma más oscura del enemigo común, se transfiguró en una violencia político estatal que no conoció referente teórico, sino en la conducción efectiva de un proceso radical de eliminación del imaginario de izquierda y, esencialmente, del cuerpo social a través del cual dicho imaginario se sustentaba. Se trató de la instauración de un escenario biopolítico que, visible hasta nuestros días, desplazó al imaginario partisano de la lucha política por el cambio estructural de la sociedad. Dicho desplazamiento coincidió con el vaciamiento radical, no sólo del ámbito de las competencias públicas -donde cobra significación la acción política de vanguardia- sino de la comunidad política misma: la sustancia vital que hacía materialmente posible la existencia de un campo político en disputa.

MILITARIZACIÓN Y GUERRA FRÍA

  • Tal vez el inicio del libro de Jean Franco dedicado a los años de la Guerra Fría librada en América Latina, The Decline & Fall of the Lettered City, nos dé una fecha insigne del inicio de este proceso de militarización del Estado: la invasión a Guatemala por bandas militares financiadas por Estados Unidos en 1954. En este libro -cuyo logro consiste en reelaborar la reciente historia cultural de la región poniendo como dato esencial la Guerra Fría- aparece, tal vez por primera vez, el intento por integrar la historia de esta militarización a una narrativa que lo vislumbre, ya no de manera regional (como ocurrió con la teoría del autoritarismo), sino de manera mundial, al interior de un espacio de militarización a escala planetaria.
  • La llamada Guerra Fría, cuya característica principal consiste en producir un espacio de integración militar hasta entonces sin precedentes, abre el Continente a una nueva relación de fuerzas en que el Estado y la sociedad civil pierden su centralidad en las decisiones políticas locales, dando origen, en el caso particular de América Latina, a una nueva forma de Estado o de relación estatal. Así, la invasión a Guatemala marcó el inicio de un conjunto de intervenciones que son cruciales para comprender el tránsito que va del viejo ideal republicano del Estado nacional latinoamericano al escenario neoliberal globalizado; tránsito que describe la desagregación paulatina del aparato estatal, pero al interior del programa militar desplegado por la Guerra Fría en el hemisferio.
  • Se trata de la lógica de la intervención militar, el despliegue continental de la forma golpe de Estado, pero esta vez bajo el contexto de la Guerra Fría, es decir, de la expansión de una forma particular de guerra al interior de un horizonte de intereses estratégicos supranacionales. Una guerra ideológica que se extendió y se libró a un nivel planetario, global si se quiere, pero esta vez, a diferencia de las guerras mundiales anteriores, Cold War fue la forma de la guerra como amenaza a la inmolación nuclear del mundo, a la inminente extinción de la idea misma de mundo. Esto último resulta crucial, en la medida que la globalización, entendida como el actual panorama de integración económico-política que viviría el planeta, sólo es posible allí donde la propia noción de mundo se encuentra bajo amenaza, ante la inminencia del cataclismo financiero o el ataque nuclear irreversible. Digamos que la Guerra Fría es, en este contexto agonal de baja intensidad, la propia amenaza de la guerra, la pre-guerra, lo que Paul Virilio llamó pure war: el instante como emergencia total al acontecimiento guerra, pero ahí donde la guerra no es más su ejecución en el campo de batalla [Hot War], frente al despliegue geográfico del enemigo, sino su estado de «permanente preparación».
  • De este modo, se configura en América Latina un espacio de militarización que tiene por objeto resolver la posición estratégica que la región cumple en el horizonte de amenaza desplegado por la Guerra Fría en el mundo, pero a la luz de un proceso endocolonizante que tendrá como fin logístico depurar la población civil al punto de asegurar la constitución de un nuevo modo de administración de la guerra y sus efectos económicos en la sociedad. El Estado (el Estado de Bienestar, por ejemplo) sufrirá así un cambio esencial en América Latina: éste ya no disciplina al cuerpo social en busca de asegurar la fuerza productiva que requiere el capitalismo, sino que, de ahora en adelante, elimina parte sustancial de esa fuerza, desplegando un horizonte de intervención donde todo el Estado, en cuanto aparato de producción, se encuentra dirigido hacia la consecución de un mismo fin: destruir parte sustancial del cuerpo social a través del cual el viejo patrón de acumulación nacional se sostenía. Así, la administración del capital nacional pasa a depender directamente de una máquina global cuya función es reinscribir la relación entre política estatal y producción regional. El punto crucial aquí es establecer, a la luz de este contexto, el estrecho vínculo no sólo entre Guerra Fría y militarización, sino entre neoliberalismo y guerra.
  • Si como apuntó Brett Levinson, «el neoliberalismo de las llamadas naciones en desarrollo [..] es el liberalismo tardío [usa] a otra velocidad»,dicha velocidad hace referencia al paso (veloz, en el curso de los últimos 30 años) entre dictadura y democracia, ahí donde la segunda queda materialmente determinada por la primera, en la medida que el terror cumple el primer paso que el Estado requería para despojarse de la estructura social a la que se encontraba determinado. En este sentido, la unidad histórica entre dictadura y capital mundial es esencial para comprender el comportamiento general del Estado latinoamericano actual, cuyo rasgo más visible es su invisibilidad total.
  • Si bien el rótulo de fascismo que acuñó la izquierda para conceptualizar la violencia política de la que era objeto, fue tempranamente deshabilitado por la emergente teoría del autoritarismo, podría, sin embargo, permitirnos comprender un aspecto general de esta transformación del Estado. Por un lado, le es consustancial al autoritarismo, a la fase de burocratización de los regímenes militares, un momento fundacional, una fase «revolucionario-terrorista». Dicha fase, cuya característica fue el terror elevado a su máximo exponente bajo la forma indeterminada del «enemigo interno», coincidió con la afasia conceptual en ciencias sociales, con la crisis paradigmática que significó el estallido de los discursos emancipadores y revolucionarios de la izquierda. El fascismo, en este contexto de represión, fue más bien un recurso político destinado a movilizar un imaginario progresista severamente golpeado por la experiencia misma del fracaso político que significaban las dictaduras. Sin embargo, la cita política que se hizo del fascismo concentra, de modo retrospectivo, un conjunto de significantes que tendrán expresión en el actual Estado neoliberal, el «estado invisible», cuya característica más abyecta es su continuidad lógica respecto de la fase terrorista con la que abren los golpes de Estado el hemisferio.
  • Visto bajo esta óptica, este espacio de militarización no sólo fue extensivo, en el sentido de transformarse en una «solución general» para asegurar los exiguos procesos de modernización que se vivían en América Latina, tal como lo describió la teoría del autoritarismo. Sino que, también, fue «intensivo», puesto que derivaron en sangrientas dictaduras dirigidas a transformar la estructura política y la base social que sostenía el desarrollo económico en el continente, sobre la base de «colonizar» el cuerpo mismo de la nación. Los procesos de democratización que comienzan a gestarse a mediados de la década de 1980, y que marcan la conclusión del autoritarismo estatal, son, en esta línea, la extensión programática de estas dictaduras: una vez que parte esencial del campo político regional haya sido brutalmente removido, la democratización operará como un salvoconducto destinado a asegurar el ingreso irrestricto de la fuerza social a las dinámicas económicas y políticas del mercado globalizado.
  • En términos de Deleuze y Guattari, en el paso que va del Estado de Bienestar al nuevo escenario neoliberal le acontece al Estado un «flujo intenso de destrucción y abolición pura», que lo vuelve sobre sí bajo un acto de inmolación, en una suerte de «nihilismo realizado».Se trata de una pulsión suicida que tiene por objeto la guerra total, entendida ésta no bajo el axioma clásico de la guerra subordinada a fines políticos, sino por su anverso, allí donde la guerra no sólo pasa a constituir los fines políticos del Estado, sino también a encarnarlo operativamente. El Estado no está en guerra sino que es la guerra, puesto que lo que sucumbe en este espacio agonal de apropiación es su propio principio de legitimidad: la comunidad política que internamente lo sustenta. En este sentido, cuando el Estado se ha apropiado de la guerra, es decir, cuando la guerra misma tiene por objeto al Estado, «el aparato del Estado se apropia de [una] máquina de guerra, la subordina a fines ‘políticos,’ le da por objeto directo la guerra».
  • Habría, entonces, una profunda relación entre endocolonización y el momento de apropiación de la máquina de guerra por parte del Estado latinoamericano. La guerra interna, desatada por ejércitos nacionales en contra de su propia población, coincide con esa pulsión suicida que cruza la trayectoria del Estado y que va invariablemente desde la dictadura a los nuevos regímenes democráticos, durante los cuales el Estado no sólo pierde centralidad teórica sino también presencia política e ideológica. La llamada desaparición del Estado se vuelve, así, indisociable del terror desplegado militar y estratégicamente sobre el cuerpo político de la nación: con él se realiza tanto la consumación de un nuevo programa de acumulación del capital internacional, globalizado, si se quiere, como también la reforma de ajuste y minimización que el Estado requería para poner en marcha su ingreso total al mercado mundial. «El genocidio [escribe Federico Galende] no es un accidente inherente al reordenamiento de la sociedad, sino la función a través de la cual la burguesía destraba la ‘lógica de acumulación’ de los obstáculos impuestos por el debate político de la sociedad».
  • Sin embargo, en términos simbólicos, coincide también con la idea de que el «golpe de Estado» acaba con la idea de Estado y, ciertamente, con la noción misma de «golpe de Estado», en la medida que ya no queda Estado donde poder efectuar un golpe. Los golpes no sólo dieron fin a una estadolatría incubada en los proyectos emancipadores del Continente, sino que, además, ponen fin a la forma misma de Estado, suprimiendo con ello el fundamento político-social de legitimación de su poder. El último acto de soberanía jurídico que ostentó el Estado latinoamericano fue aquel que tuvo por objeto purgar el cuerpo mismo de la nación, en cuya estructura se alojaba el principio de legitimidad que lo volvía soberano. Un acto de inmolación, de sacrifico recursivo destinado a destruir, digamos, sus propias «condiciones de posibilidad». De este modo, la desagregación actual del Estado sólo puede ser comprendida a cabalidad si se la contrasta con la aparición de este «flujo suicida» que lo atraviesa desde el momento irruptivo de los golpes, y que, de acuerdo con Deleuze y Guattari, comentando precisamente a Virilio, encuentra su primera expresión histórica con el fascismo
  • Cuando Paul Virilio define el fascismo no por la noción de Estado totalitario [como lo haría una larga tradición, entre ellos Hannah Arendt o el propio Michel Foucault], sino por la de Estado suicida, su análisis nos parece profundamente justo: la dominada guerra total [Pure War, diría Virilio] aparece así no como una empresa de Estado, sino como la empresa de una máquina de guerra que se apropia del Estado y hace pasar a través de él un flujo de guerra absoluta que no tendrá otra salida que el suicidio del propio Estado.

DOCTRINA DE SEGURIDAD NACIONAL, MILITARIZACIÓN Y BIOPOLÍTICA

  • Entonces, habría que trazar un horizonte de reflexión que «lea» la militarización en la década de 1970 en América Latina a partir de un conjunto de procesos implicados internamente. En primer lugar, el viraje doctrinal que se disemina en la región bajo la lógica de Seguridad Nacional y su referencia global respecto del despliegue sistemático de posicionamientos agonales al interior del marco de la Guerra Fría. La militarización del Continente constituye un foco particular en el desencadenamiento estratégico de Estados Unidos y el despliegue de su programa ideológico en el hemisferio sur de América. La doctrina de Seguridad Nacional, que tiene como momento de fundación la aprobación del memorándum NSC-68 por el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos en 1950, constituye la base teórica con que los cuerpos militares latinoamericanos «comprendieron» su función beligerante en el contexto geopolítico diseñado por la guerra. Esto último, respecto del rol que jugaron el National War Collage y la conocida Escuela de las Américas en la formación de la oficialidad latinoamericana, como también la función desempeñada por los programas de cooperación militar con Estados Unidos que suscribieron casi todos los países entre 1950 y 1952. En este sentido, la Doctrina de Seguridad Nacional no sólo funcionó como el marco conceptual que dio nombre a la experiencia política de izquierda en el contexto de la Guerra Fría, sino que, a su vez, se constituyó para las cúpulas militares en «una teoría completa y comprensiva del Estado, así como del funcionamiento de la sociedad» en la trama general de inestabilidad estructural que las naciones internamente padecían.
  • En segundo lugar, la guerra contra el comunismo, contenida en el proyecto ideológico desplegado por la Doctrina de Seguridad Nacional, fue también una guerra que tuvo como característica esencial la aniquilación programada de una cultura específica del campo político, llegando incluso a exceder el propio horizonte semántico que el concepto «comunismo» trazaba al interior del espacio de acción política hasta entonces en disputa. Nadie, ni nada, estaba a salvo una vez que el terror impregnó a la sociedad de la lógica de la guerra interna, debido a que fue desarrollada desde y por la estructura misma del Estado, el cual, históricamente, se había encargado de construir el principio de legalidad que regía el ingreso social al espacio público. Una guerra que no tuvo «afuera», en el doble sentido del término: ya no era posible, para aquellos que habían sido signados como elementos de la subversión, ingresar al plano de las mediaciones políticas puesto que, de hecho y de derecho, estaban ya en el no-lugar inaugurado por la excepción; pero tampoco había «afuera» en el «afuera» mismo de las fronteras geográficas en las que se autorizaba el ejercicio monopólico de la violencia militar. El exilio, que durante decenios marcó los flujos de una intelectualidad integrada bajo el principio de la solidaridad latinoamericana, se transformó, repentinamente, en una trampa mortal, debido no sólo al carácter continental de la militarización, sino de la integración profunda y extensiva que las dictaduras coordinaron una vez que el horizonte geopolítico del Hemisferio quedara atrapado en la dinámica genocida de una «máquina de guerra».
  • De este modo, se pondrán en funcionamiento en el Continente un sistema integrado de procesos de refundaciones nacionales, de reordenamientos disciplinarios de la sociedad civil, por medio de la suspensión programada de la ley y de sus garantías constitucionales en un espacio amplio de integración represiva. En la medida en que el «cuerpo social» constituyó el principal objeto de intervención militar, se da lugar a lo que Giorgio Agamben caracterizó como el meollo bio-político del Estado moderno: la capacidad de producir, en el orden de la ley, un espacio jurídico ilocalizable de intervención social, destinado a regular el proceso de inscripción de la vida en la ciudad. El objetivo fue, en el caso de las dictaduras de las décadas de 1960 y 1970, erradicar cualquier proyecto político que poseyera al Estado como objeto, poniéndolo indefinidamente en excepción, digamos: en un «estado de sitio» permanente.
  • Agamben ha demostrado, con efectividad a nuestro parecer, como el «Estado de excepción» que inaugura el fascismo en Europa (el «soporte legal» mismo de los campo de la muerte) proviene del propio sistema jurídico que protege el principio de soberanía del Estado. Así, le es consustancial al Estado moderno una suerte de vocación biopolítica, cuya característica más relevante será la formación y el cuidado del cuerpo de la nación. En palabras de Agamben: «la novedad de la biopolítica moderna es, en rigor, que el dato biológico es, como tal, inmediatamente político y viceversa», dando origen a un conjunto de prácticas estatales en las que el dato natural de la vida comienza a presentarse como un objetivo político indispensable para mantener el principio de legitimidad del Estado soberano.
  • Así, un rasgo esencial que mostrarán invariablemente las dictaduras del Cono Sur y los procesos de militarización en el continente, será su obsesión por el cuerpo, por cierto cuerpo social, y por la estructura de sociabilidad que ese cuerpo (cultural, pero esencialmente humano) había adquirido con los años.
  • En primer lugar, el cuerpo como problema político, como el último plano de operatividad de los organismos estatales de represión, marca un nuevo paradigma de intervención que tiene su correlato histórico en el imaginario concentracionario de la Europa fascista. Tanto para Agamben como para Virilio, la característica del Estado mínimo, neoliberal si se quiere, radica precisamente en este cambio paradigmático del poder del Estado, cuyo plano de efectividad no será más lo social como entidad abstracta, sino el cuerpo social mismo, en torno al cual se despliega la fuerza de una inscripción que tuvo su momento histórico de emergencia con el fascismo, la primera gran tendencia endocolonizante y, por ende, esencialmente biopolítica. Así, la teoría del autoritarismo, al perder referencialidad en el campo de la acción política, se salta el hecho fundamental a través del cual la militancia política de izquierda es despojada de su sociabilidad por vía de la reducción brutal de la vida a un conjunto de cuerpos intervenibles, y que sólo la abyección nominal del fascismo, esa guerra que tiene al Estado como objeto, podía modular.
  • En segundo lugar, los cuerpos reales, la militancia viva como soporte de una guerra que inscribía en ella su propio lenguaje de muerte genocida, encontrará expresión en un Estado de excepcionalidad (político, moral) en el que la propia condición humana perdía su referencia real, mostrando al «nuevo orden» en un más allá del universo cultural que hasta entonces prevalecía. Digamos que el autoritarismo, como categoría explicativa, no alcanza a dar respuesta al hecho más fundamental que se inscribe con ferocidad en la historia de estas dictaduras: la muerte de la politicidad, del espacio público, por medio de la supresión de la vida misma. «Esa» cultura de izquierda, esa militancia que construyó un sentido político en torno a la idea de revolución desapareció en un acto político-militar sin precedentes, puesto que la violencia desatada contra esa cultura y esa militancia no buscaba suprimirla, censurarla, sino hacerla desaparecer, «borrarla del mapa» destruyendo maniáticamente al cuerpo mismo que la ponía en movimiento, encarnándola. Hombres, mujeres y niños serán objeto de un poder de inscripción masivo a la vida política, en el que no sólo la cultura les será sajada por medio de una escala de padecimientos técnicamente inéditos, sino, sobre todo, les será apropiado el cuerpo y la vida misma adherida a él, la singularidad vital del nombre, para luego hundir por siempre los restos en las profundidades ajenas del mar.

Felipe Victoriano Serrano. Doctor en Filosofía. Posee estudios en teoría política y Sociología. Profesor-investigador del área de comunicación política en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa. Es autor, junto con Alejandra Osorio Olave, del libro Postales del Centenario. Imágenes para pensar el Porfiriato (México, UAM, 2009).